Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Centro de Investigación ICTA-ICP, Barcelona. Foto: Adrià Goula

Con una imagen fabril pero integradora y una rotunda respuesta tecnológica que no omite un interés continuado hacia los valores tradicionales de la arquitectura, el nuevo ICTA-ICP, de DataAE y H Arquitectes, demuestra que la sostenibilidad no puede limitarse a mera coartada.

El centro de investigación ICTA-ICP (Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales e Instituto Catalán de Paleontología) se sitúa dentro del Campus de la Universidad Autónoma de Barcelona, en el municipio de Cendanyola del Vallés. En este entorno de fachadas pixeladas y balbuceos brutalistas, el nuevo edificio funciona como un cuerpo extraño, un invitado reticente. Terminado en 2014 por los despachos barceloneses DataAE (formado por el arquitecto Claudi Aguiló y el ingeniero Albert Domingo) y H Arquitectes (David Lorente, Josep Ricart, Xavier Ros y Roger Tudó) parece (y, en cierta medida, es) un invernadero adaptado para albergar despachos, laboratorios, servicios y una superficie destinada a cultivos en su cubierta. No se fíen de las apariencias: pese a la piel de acero galvanizado y policarbonato, las concesiones a la técnica dura se acaban aquí.



La necesidad de convertir a los edificios en productos energéticamente responsables ha sido una coartada en arquitectura: los edificios se daban por buenos porque funcionaban aunque, parapetados tras los dispositivos, el objeto de su confort fuera perfectamente banal. Es posible que todo lo que pase en el ICTA-ICP también funcione (y pueda monitorizarse en temperaturas óptimas, consumo de agua, vida útil de los materiales, etcétera), pero el discurso se prolonga hacia el espacio, el uso y la materialidad, valores tradicionales de la disciplina. El proyecto subvierte sus obligaciones tecnológicas mediante la proximidad lingüística del bricolaje. Desde el forjado, cuyo aspecto es convencional pese a sus complejidades estructurales y térmicas, o los interiores, cuyo acabado en madera remite a cierta domesticidad, a la fachada móvil, que regula la captación solar y ventila el interior sin retóricas constructivas gratuitas.



Vista interior del Centro de Investigación ICTA-ICP, Barcelona. Foto: Adrià Goula

El ICTA-ICP se empeña, por tanto, en determinar hasta dónde pueden llegar sus condiciones de partida. Abraza la tecnología sin permitir que se imponga, como también busca cierta flexibilidad sin confundirla con la exigencia de dinamismo. Mediante esa condición estática, el edificio se vacía de especificidad; su abanico de usos se deglute en una rotunda distribución interior de habitaciones genéricas (de unos 3 m de ancho y 4,50 de profundidad) que, por mera adición o sustracción de tabiquería, permite rápidas adaptaciones a nuevos usos. Los espacios comunes (comunicados por cuatro patios que resuelven la iluminación natural, y colonizados por especies vegetales) cuentan con unas dimensiones generosas, como si quedasen a la espera de la iniciativa de sus ocupantes.



La arquitectura posee la (poco apreciada) virtud de naturalizar ciertas paradojas. La lista es inmensa: templos de piedra imitando construcciones de madera, pabellones efímeros realizados en travertino... Si aceptamos estas incoherencias es porque los resultados, en ocasiones, son capaces de transformar su propia contradicción en una síntesis de opuestos y suspender, así, nuestra incredulidad. El ICTA-ICP puede entenderse como un ejemplo de esta lógica adversativa: tecnófilo pero matérico; prefabricado pero empático; flexible, por supuesto, pero rígido al mismo tiempo. Quizá sea en la construcción de esos matices donde habite el trabajo del arquitecto, lo que nos aleje de la burocracia edificada.