Serpentine Pabilion 2016 diseñado por Bjarke Ingels Group (BIG)
El tradicional pabellón de verano de la londinense Serpentine Gallery es una cita ineludible en el curso arquitectónico. En esta ocasión, además de la intervención principal a cargo del estudio danés BIG, la institución presenta una serie de pequeñas edificaciones: las casas de verano. El resultado, abocado a un previsible éxito es, sin embargo, irregular.
La elección de Bjarke Ingels (Copenhague, 1974) es, cuanto menos, interesante. Aún manteniendo la condición -no siempre cumplida- de que su autor nunca haya construido en el Reino Unido, el perfil de arquitectos-Serpentine parece haber cambiado desde 2012. Hasta entonces, se trataba de profesionales de mediana-tercera edad, sólidamente asentados en los territorios del prestigio (premios de solera, gruesa monografía): Jean Nouvel, Peter Zumthor, Oscar Niemeyer, Rem Koolhaas o Zaha Hadid, por ejemplo. Más tarde, el foco se desplazó a estudios más pequeños, pero respetados en los corrillos de la disciplina: Sou Fujimoto, Smiljan Radic o los españoles SelgasCano. Si el primer grupo asentó la marca del pabellón, el segundo se vio empujado a un territorio -el de la indecisión del cliente, la rigidez normativa y la escasez de plazo- poco propicio para sus querencias experimentales. Ingels representa una situación intermedia: incuestionablemente mediático, pero sin contar aún con una obra indiscutible, juega a la insolencia sin quebrar las reglas de la seguridad.
La impronta de su pabellón resulta espectacular: surge en la pradera de Hyde Park como una retícula permeable y, rasgo poco común en sus predecesores, dotada de verticalidad. La estructura, construida a partir de cajones de fibra de vidrio unidos por sus aristas y abiertos por sus extremos, parece dotada desde la lejanía de gran transparencia visual. Sólo cuando el espectador se acerca desaparece la ilusión óptica y se hace patente la profundidad de la piel. El estudio suele utilizar para describir el proyecto la idea de una cremallera, adecuada para entender su geometría: la fábrica de fachada, un muro hondo y escalonado, se desarrolla como una doble superficie reglada, recta en su cumbrera y abierta en el plano de suelo, que protege el interior de la lluvia y la luz directa. El suelo, de madera, se dobla en el perímetro para conformar un banco corrido, a la espera de los habituales maratones estivales que allí habrá de orquestar Hans Ulrich Obrist.Una arquitectura efímera debe ser algo más fuerte que una escenografía y más débil que un edificio
Si antes de entrar al pabellón el visitante decide pasar a la (recomendable) exposición de Alex Katz, en la galería principal, encontrará, junto a la entrada, un expositor de postales que funciona como improvisado memorial de las piezas construidas hasta la fecha. Para salir del paso, y mientras se imprimen las imágenes de la obra acabada, los responsables han optado por poner a la venta una recreación virtual del proyecto de Ingels. Pueden ahorrarse la actualización: la realidad es tan parecida a la síntesis que una fotografía resulta casi tautológica. Eso es una buena y una mala noticia. La buena es que el pabellón de 2016 se confirma como un producto afinado, de ejecución inteligente. Una arquitectura efímera debe ser algo más fuerte que una escenografía y más débil que un edificio, y ese equilibrio está aquí bien resuelto: la construcción se sustenta en la acumulación formal y elude cualquier protagonismo del detalle.
Serpentine Summer House 2016 diseñada por Kunlé Adeyemi (detalle)
Sin embargo, esa facilidad aparente se traduce en ausencia de matices; sustraer el error nunca queda impune. Seguramente Ingels, como fanático de la sci-fi popular, habrá visto Tron (Steven Lisberger, 1982). En la película, el ordenador convertía a Jeff Bridges en datos mediante un rayo pixelador. A partir de ese momento, entraba en un nuevo estrato de realidad, con superficies cartesianas y colores flúor. Treinta años después, el rayo Ingels remeda en clave paramétrica imágenes añejas de la modernidad, como las superficies fluidas de cascarones de Félix Candela o el pabellón Philips de Le Corbusier.La experiencia es atractiva y fugazmente agradable -chuchería perfecta para la era Instagram-, pero adolece de mecanismos empáticos, de punctum. No abre puertas, en suma. Ingels introduce la Serpentine en un autoclave, y no logra tanto un espacio habitable como su sucedáneo, un lugar en el que variables como la escala y la materialidad han sido cuidadosamente neutralizadas. Al concluir el periodo de instalación, la obra suele venderse a un privado, en consonancia con la naturaleza artística de la institución que la erige. Será interesante ver el futuro de esta pieza tan eficiente en todas sus parcelas, tan confortable para sus mecenas que éstos pueden llamarse, incluso, promotores.