Vista exterior del Wanda Metropolitano.
Antes edificábamos para dar cobijo, crear lugares, en resumen: para que sucediesen cosas. El 2017 ha sido, en ese sentido, un año desconcertante, en el que la gestión de la ciudad y el territorio ensaya sus cerrojos en una creciente obsesión por la seguridad. ¿No hay algo contradictorio en construir para que nada ocurra? Más que plazas fuertes, lo que necesitamos es una sociedad más vigorosa a la que puede contribuir, precisamente, la arquitectura.En esta clave dual, entre la incertidumbre y la empatía, el último curso puede leerse desde sus extremos, jalonados tanto por alumbramientos como por decesos de edificios que ilustran, en perfecta simetría, la mutua dependencia entre arquitectura y afecto social. La sobrevenida desaparición en enero de la casa Guzmán, de Alejandro de la Sota, se vio replicada en diciembre por la de las viviendas londinenses de Robin Hood Gardens, de Alison y Peter Smithson, con las que comparte su condición de paradigma moderno derrotado por su áspera proyección pública. Espejo de estas heridas, el año se enmarca también entre dos inauguraciones estelares: la de la magistral Filarmónica del Elba, de Herzog y de Meuron, y la más reciente del Louvre de Abu Dhabi, un hipnótico ovni poroso a cargo de Jean Nouvel. El tránsito de Europa a Oriente -escenario también de la apertura de la nueva biblioteca de Qatar, de Rem Koolhaas-OMA- evidencia que el dispendio es ave migratoria, una bonanza cuya volatilidad obliga a investigar vías alternativas de construcción del orgullo cívico.
En España, pese a la terminación de edificios de cierta magnitud (el nuevo estadio del Atlético de Madrid, de los sevillanos Cruz y Ortiz, o el Auditorio de Plasencia, de unos cada vez más internacionales selgascano), la producción postcrisis parece haber cristalizado en acciones de pequeña escala que enfatizan, precisamente, la conexión emocional. Es el caso de las biblioteca recién finalizada por Murado y Elvira en Baiona, una intervención en un cuerpo histórico cuya calidez encuentra correlato material en el ajustado volumen escolar en madera ejecutado por los mallorquines TEd'A en Orsonnens (Suiza). Los FAD aunaron lo rotundo y lo frágil al premiar dos edificios madrileños separados por menos de 1 km: al monumental Museo de Colecciones Reales, de Mansilla y Tuñón, se sumó una mesurada rehabilitación de viviendas junto a la Puerta del Sol, a cargo de Acebo y Alonso, apoyada sin paternalismos en las texturas de una arquitectura anónima. Esta vía se sublima en la última realización del flamante Premio Nacional de Arquitectura, Elías Torres y José Antonio Martínez Lapeña: la intervención en la Casa Vicens, de Antoni Gaudí, sensual antítesis de la fatigosa austeridad estética siempre asociada al patrimonio remozado.
El aterrizaje de nombres ilustres ha marcado también el ejercicio: Norman Foster (quien concluyó sedes para Apple y Bloomberg) abrió su Fundación en el centro de Madrid; David Chipperfield anunció la propia en Galicia; y Renzo Piano (con Luis Vidal) inauguró el Centro Botín en Santander. Esfuerzos dispares que, sumados a reconocimientos planetarios de figuras locales (el Pritzker para los catalanes RCR y el Praemium Imperiale a Rafael Moneo) harían pensar en un renovado panorama alcista sustentado, contra las apariencias, en acciones menos impactantes que sensibles.