Oíza, al volante de su Morgan descapotable; Oíza, un chisgarabís que reprocha a Luis Gutiérrez Soto “menos piedra y más frigorías”; Oíza que, en pleno dolor de muelas, sueña el portal de Torres Blancas como un paisaje de mórbidas estalactitas; Oíza, que firma una esquinita del Banco de Bilbao “a la altura de los pises de los perros, lo que me merezco”; Oíza, que pone de lema en un concurso anónimo “012A”... Las andanzas más o menos apócrifas de Francisco Javier Sáenz de Oíza, circulan sin tasa, una picaresca alimentada en vida por el navarro y que, tras su desaparición en 2000, ha terminado por sustituirle. Llegado su centenario, se pretende enmendar la situación con dos exposiciones sucesivas en Madrid (una ya inaugurada en el Colegio de Arquitectos y otra en 2019 en la Fundación ICO), una serie de actividades en la Escuela de Arquitectura (donde ejerció de catedrático y, puntualmente, de director) y una biografía (Oíza, Puente editores) a cargo de Javier Vellés, reconocido discípulo.
Oíza consiguió, en sus mejores años -y como él mismo deseaba- ser trascendido por su obra, hacer del estilo algo superfluo
Quizá olvidarse de Oíza no haya sido tan malo, después de todo, porque permite volver a verlo con ojos nuevos. El lego se encontrará, sin embargo, algo perdido. Es comprensible: aunque en Madrid -donde estableció su estudio- sus viviendas de Puerta del Ángel (1954), Torres Blancas (1961-1968) y el Ruedo de la M-30 (1986-1991) se dicen del mismo autor, parecen de tres arquitectos distintos. Ese “temperamento reactivo”, como lo definió en las páginas de Nueva Forma Juan Daniel Fullaondo, alentó una trayectoria esquiva y ecléctica; de sus inicios racionalistas, evolucionó a un organicismo radical y de ahí, a polémicos ejercicios posmodernos. Desde que se titulase en 1946, realizó un trabajo inquisitivo, incómodo, menos dependiente de la jerarquía académica que de sus propios intereses intelectuales.
Pese a todo, dejó algunas pistas. Al ser preguntado sobre las obras que le habían satisfecho, Oíza destacó dos piezas sagradas en las que había colaborado con Jorge Oteiza, una “porque está hecha y la otra porque fue soñada”. La hecha es el Santuario de Aránzazu (Guipúzcoa, 1950-1964, con Luis Laorga); una obra extraña, importante en tanto que asentó su carrera como joven prodigio, aunque aún no moderna en sentido estricto. La soñada, el proyecto de una cartesiana capilla en el camino de Santiago, le valió (junto a José Luis Romany) el Premio Nacional de Arquitectura en 1954: aire acotado entre trigales. En esa estructura metálica se condensan los intereses iniciales de Oíza: la arquitectura como hecho técnico (empezó como profesor de Salubridad e Higiene, tras una estancia iniciática en Estados Unidos) y lo racional como catalizador de la belleza.
Los sistemas reticulares se reiteran en todas sus viviendas de la década de 1950. Como bien recuerda Vellés en su libro, el trabajo de Oíza -y el de aquellos con los que colaboró- ayudó a dotar de casas y dignidad a un país asolado por el chabolismo. Entrevías, Fuencarral, Loyola o Batán, todos en Madrid, levantaron acta de ese riguroso equilibrio entre medios materiales y fines formales. Frisando con 1960 brotó, sin embargo, un viento de cambio: Oíza ejecutó una pequeña casa unifamiliar en Durana (Álava), donde sustituyó la rigidez ortogonal por una turbina de muros que prosperaban bajo una cubierta inclinada.
El reciente fallecimiento de Juan Huarte Beaumont ha vuelto a recordar su prolongada y fructífera relación con el arquitecto, propiciada por la recomendación de Oteiza. A lo largo de la década de 1960, Huarte confió en Oíza más como cómplice que como cliente. Arrancaron con la reconversión de un sótano en la sala de exposiciones HISA a la medida de las ambiciones culturales del constructor (encargo en el que colaboró el estudiante Rafael Moneo) y concluyeron dejando en sus manos la casa familiar en la bahía de Formentor (1969). Entre medias, unos apartamentos turísticos en Alcudia (la Ciudad Blanca, 1961, en la que trabajó Fullaondo) y el cénit: Torres Blancas. La masa gris de la Avenida de América, con sus terrazas y voladizos curvos, su piscina aérea y su cráter, fue el fruto de un prolongado proceso de indagación especulativa, como atestiguan las mil y una variantes de su planta -algunas, con la obra ya comenzada-. En estas viviendas en altura, que conjugaban privilegios individuales y necesidades colectivas, Oíza se rebatió a sí mismo. Su siguiente paso, la torre del Banco de Bilbao (1971-1978), supone casi un resumen de lo sucedido hasta entonces. En la Castellana, el arquitecto supo sintetizar esa libertad recién hallada y el rigor de sus orígenes. Evitó la rutina del edificio de oficinas con su obstinado proceder habitual: convirtiendo los problemas en motor del proyecto. En sus manos, la acumulación de plantas iguales se transformó en ritmo sincopado, reflejo de las dos escalas de su esforzada estructura, y la fachada se aquilató en precisas respuestas al sol de la meseta.
Oíza consiguió, en sus mejores años -y como él mismo deseaba- ser trascendido por su obra, hacer del estilo algo superfluo. En su último tramo, sin embargo, y con excepciones como el hermético Ruedo -una rotunda espiral de viviendas que ejerció de protesta urbana-, su trabajo se llenó de préstamos estilísticos y una confusa voluntad de significado. En el aparatoso Palacio de Festivales de Santander (1984-1991) o la voluminosa Torretriana (1993) en Sevilla, se dejó atrapar por su prestigio. Premios postreros (Medalla de Oro de la Arquitectura en 1990, Príncipe de Asturias de las Artes en 1993) alumbraron estos años, pero ni siquiera la Fundación Oteiza (Alzuza, Navarra), epílogo póstumo de su amistad con el escultor, encara logros pasados. Es preciso rememorar estos, porque Oíza nunca se ha ido, solo nos habíamos acostumbrado a su presencia. Su legado en Madrid se encuentra firmemente atornillado a la memoria popular, un paisaje de torres y almenas que levantan un dedo acusador, testimonio de la intensidad con la que fueron concebidas: así podría haber sido su ciudad. Bienvenido a casa.