Fernando Higueras, deprisa, deprisa
“Alto, fuerte, gordo, rico y guapo”, así retrataba Ricardo Bofill a su amigo Fernando Higueras (Madrid, 1930-2008) en el año 1970. Tal colección de lindezas no podía acabar bien, porque en el caso del madrileño para eso ya estaban los principios: si la narrativa de cualquier arquitecto conoce un periodo de formación, titubeantes logros, años de madurez y la correspondiente caída, Higueras arrancó directamente por la cumbre. En apenas mil días -los que transcurrieron desde su titulación en 1959 en la Escuela de Madrid, mes más, mes menos- no solo proyectó sus primeras obras esenciales, sino que dejó apuntado, cual inconsciente profecía autocumplida, su relato.
El recuento resulta, se mire como se mire, arrebatador: tras ganar en 1961 el Premio Nacional de Arquitectura junto a Rafael Moneo, en 1963 ya era autor del Colegio Estudio, la casa de Lucio Muñoz o la UVA de Hortaleza, por citar solo tres ejemplos de antología. Ese mismo año, Higueras también encontró socio, Antonio Miró, con quien trabajaría hasta el final de la década, y finalmente, empujado por su amistad con el artista canario César Manrique -temprano cliente y luego compañero en el estudio de Avenida de América- arribó a la que sería su isla: Lanzarote.
Higueras arrancó por la cumbre. En sus primeros años proyectó muchas de sus obras esenciales
Precoz pero no apresurado, en esos pasos iniciales Higueras supo hacer acopio con asombroso aplomo de toda una despensa de “invariantes” -como solía decir-, recursos formales que nutrieron su carrera profesional.Tal claridad estratégica se observa, sin duda, en sus casas. Las viviendas para Muñoz (1962-1963), Andrés Segovia (1965-1967) o Núria Espert (1968-1971) -por citar solo algunas de las que realizó para amigos artistas- tienen aire fraternal, similares ingredientes en distintos grados de sazón: cubiertas de teja a dos aguas y profundos aleros que responden a dos horizontes, el de la naturaleza en la que se enclavan y el del espacio continuo interior. Esas variantes de un mismo tipo, síntesis entre lo vernáculo y lo contemporáneo, parecen surgir de una despreocupación absoluta del arquitecto por cualquier obligación que no fuese la del propio encargo o el criterio ajeno. Con sus fachadas profundas de materia y sombra, ordenaciones simétricas y geometrías filogóticas, Higueras era una ínsula, el moderno más reticente que pudiera imaginarse.
Viviendas militares en Madrid (1975)Entre los edificios peor comprendidos de Madrid suele ocupar un lugar privilegiado el conjunto de viviendas de la Glorieta Ruiz Jiménez (1968- 1975). La honestidad brutal de sus jácenas nervadas -otro invariante administrado- incita un rechazo inconsciente. Sin embargo, los vuelos que cobijan al transeúnte, su estructura diáfana o el pintoresco trazado curvo de la calle Santa Cruz de Marcenado, con el telón vegetal que recubre paulatinamente sus paños, son asimismo gentileza del arquitecto y obligan a reconsiderar las impresiones de partida.
El propio Higueras estuvo a punto de sufrir ese equívoco, pasar por arisco lo que era rotundo, pero el erizado profesional mesetario se apomazó como hedonista en el paisaje negro de Lanzarote. Esta vez el clímax llegó al final, con el Hotel Las Salinas en Teguise (1973-1977), un zigurat de hormigón blanco -a la vez megaestructura y revestimiento que invita al tacto- que ha quedado como hipótesis solitaria de la mejor arquitectura turística. En su interior, abierto al cielo, Manrique introdujo un corazón de selva en forma de elaborado jardín colgante. La rotundidad nunca construida de sus primeras ideas para la isla, desde una casa para un banquero suizo a la urbanización de Playa Blanca -una reinterpretación de los viñedos excavados de La Geria (1963) en clave Op Art- evolucionó, a partir de 1970, hacia un pionero ecologismo telúrico. Sus propuestas para las viviendas en los riscos de Famara, esos “mejillones incrustados en la roca”, acabaron por alentar el famoso Mirador del Río (Manrique, Cáceres y Soto, 1973), a la vez que se revelaron como inesperada mise-en-abîme de su propia biografía. En plena vorágine, Higueras excavó un pozo de luz en el jardín de un chalet madrileño y se enterró en vida. Faraón del Rascainfiernos (1973-1975), como llamaría a su morada, comenzó a alimentarse cada vez más de sí mismo hasta derivar, en los años que vendrían, en versiones corregidas y aumentadas de los hitos previos.
Museo López Torres, en Tomelloso (1980-1985)La torrencial facilidad de Higueras encalló de manera definitiva en uno de esos éxitos inaugurales. La semilla circular del Premio Nacional con Moneo alumbró su correspondiente progenie -concursos para un teatro de la ópera en Madrid (1964) o un edificio polivalente en Montecarlo (1968)- para germinar, en 1965 y junto a Miró, en un encargo envenenado: el Centro Nacional de Restauraciones Artísticas. Conocida popularmente como la Corona de Espinas, la obra de Ciudad Universitaria abarcó veinte años, y llegó a ser retratada por Antonio López -otro amigo y compañero- en una de sus múltiples estasis. A su término en 1985, edificio y arquitecto estaban ya fuera de tiempo. Tan refractario a la academia y exitoso como Bofill, Higueras sufrió el desconcierto de sus colegas, incapaces de decodificar una trayectoria fronteriza entre lo exuberante y lo excesivo. Su carrera comenzó a encogerse, de la singularidad al ostracismo. De esos años solo quedan estallidos puntuales, unas veces brillantes -como el Museo López Torres (1980-1985), junto a José Benito- y otras decididamente extraños -la parroquia en ladrillo de Pozuelo de Alarcón (1995-1999)-.
Tan desplazado quedó de las cabeceras, que cuando desapareció en 2008 tuvo que morir dos veces. La primera, de oficio, rellenó algunos obituarios de urgencia que tropezaban en su extenso anecdotario y embarazosos epítetos. La segunda, algo más justa, dio origen a un eco melancólico que aún perdura. Por comprensible que sea, esa nostalgia no parece sentarle demasiado bien a Higueras, quien reclama para sí, aún hoy, un afinado preciso de esa herencia en la única clave posible: el futuro.