En el acto de cubrir un espacio reside, se diría, el germen de la habitación. Solo precisa de cierta técnica, un desafío tan directo que el castellano cuenta con una palabra, algo despectiva, para ese refugio elemental: tejavana. Mallavia es un minúsculo pueblo de un millar de habitantes en la provincia de Vizcaya. En ese fondo de valle, muy próximo a Éibar, el equipo bilbaíno Azab (Cristina Acha, Miguel Zaballa, Ane Arce e Íñigo Berasategui) ha concluido un espacio público que sirve, a la vez, de anfiteatro, zona de juegos y asamblea. Tanto frenesí se explica fácilmente: han hecho una cubierta. A veces basta con eso.
Cuando los vecinos se propusieron realizar un equipamiento, los arquitectos apuntaron la posibilidad de desplazar la ubicación inicialmente prevista, junto a la iglesia del pueblo, a la plaza Elizalde, por entonces un tanto descuidada, pero único plano horizontal con suficiente empaque en un entorno de pendientes. Ese paraje –que enlaza en sus extremos ayuntamiento y parroquia– no resultaba particularmente atractivo: poco más que una cancha de baloncesto, apenas contaba con un templete a modo de escenario, un graderío de piedra y los redaños caricaturescos de algunas estructuras con formas clásicas. El nuevo techado, un zigzag de madera laminada, además de resguardar de las inclemencias la platea recupera, por el camino, el sentido urbano del conjunto.
La propuesta se aprecia mejor si se atiende, en primer lugar, a lo que no hace: responder al contexto desde el estilo. En la zona –que registra una pluviometría continuada a lo largo del año, con casi 200 días de precipitaciones– proliferan los pequeños espacios públicos protegidos mediante confusas amalgamas de metal y vidrio, una manera como cualquier otra de hacerse pasar por algo más que simples construcciones. La cubierta de Mallavia parece bastante poco interesada por ese complejo de inferioridad, y prefiere, en cambio, desarrollar su naturaleza a partir de la geometría y el respeto por ciertas preexistencias sutiles, como las vistas.
La cubierta de Mallavia desarrolla su naturaleza a partir de la geometría y el respeto por las vistas
Los seis pilares del frontal se apoyan sobre el semicírculo de las gradas, y soportan cinco tejados hombro con hombro, tan comedidos que casi pueden calificarse de domésticos. Esa repetición, sin embargo, no debería leerse únicamente en alzado, sino en profundidad y movimiento. Los perfiles del frontal, algo más bajo, y la trasera, apoyada sobre la pendiente, se encuentran invertidos. Entre esos extremos, el ápice del frente desciende hacia el desagüe y, en sentido contrario, el lecho sube hasta la cumbrera. Esa operación, tan económica, genera un techo de diagonales que se entrecruzan sobre los asientos. No obstante, más que desde dentro, la cubierta debe verse desde arriba, su fachada más importante. En esos caminos que la dominan, el peatón imagina un origami, y adquiere consciencia, sobre todo, de su perfil ligeramente inclinado, una oportuna reverencia para que la iglesia y el ayuntamiento sigan mirándose de reojo.
La destreza de Azab se manifiesta a través de ese compromiso con la forma y su construcción, que dotan de sentido al proyecto. Los usos vienen después. Entre lo íntimo y lo público, el resultado es tan capaz de erigirse en espacio de juegos como en improvisado escenario de un funeral. Por supuesto, podría conjeturarse mayor finezza en los remates, pero el que los claroscuros se planteen en estos términos revela, más que objeciones de calado, que ni siquiera quienes suscriben se atreven a confiar ciegamente en operaciones tan inmediatas aunque, en el fondo, tan sustantivas. La arquitectura suele exigir ese desconcertante coraje.