Si su arquitecto le presentase la planta del Pabellón de Barcelona, probablemente le despediría, presa de la irritación, por querer engatusarle con apenas cuatro rayas. En ese ejercicio de fe reside, a medio siglo de su fallecimiento, el singular misterio de Ludwig Mies van der Rohe (Aquisgrán, 1886 - Chicago, 1969). Desde que Philip Johnson le presentase al público estadounidense con su eslogan "menos es más", la esfinge maciza y oscura de Mies se agazapa tras ese lema. Pero la clave no son las líneas, sino la nada que queda en medio.
Su voluntariosa narrativa hace de combustible de ese enigma. Tras un previsible prólogo con traslado de Aquisgrán a Berlín, aprendizaje a la vera del pionero Peter Behrens –quien también empleó a Walter Gropius y Le Corbusier– y matrimonio acomodado con Ada Bruhn, bailarina del círculo de Jacques Dalcroze, se sucedieron los golpes de timón. Los primeros, tras la Gran Guerra: cambio de nombre, de Maria Ludwig Michael Mies al pretendidamente más aristocrático Miës van der Rohe; abandono de su familia y también, espoleado por el rechazo de las camarillas modernas, de su coraza clásica para atender al mandato hegeliano de atrapar el espíritu de su tiempo. En plena hiperinflacción alemana, alternó el posibilismo de sus contadas casas burguesas con irrealizables experimentos vanguardistas. Los esqueletos velados, quilla o ameba, de sus propuestas para el rascacielos de la Friedrichstrasse (1922) o las trazas dispersas de su Casa de Ladrillo (1924) reivindicaban una arquitectura aferrada a una "belleza de índole técnica". Eufórico por estos descubrimientos quemó sus naves, y purgó su archivo a mediados de los 1920.
Mies van der Rohe trató de sincronizar vida y arquitectura. Su auténtico logro fue sustituir la técnica por el espacio
Cuando al fin pudo realizar sus ideas, Mies trató de sincronizar vida y arquitectura (modernas). Comenzó por la mecanización. En sus viviendas para la Colonia Weissenhof de Stuttgart (1927) –en la que, como director de la operación, proporcionó trabajo a Behrens, su antiguo jefe, y a sus condiscípulos Gropius y Le Corbusier– probó con paneles deslizantes que segregaban o unían estancias al modo de la conocida casa Schröder de Gerrit Rietveld (1924). Sin embargo, sus auténticos logros se produjeron al sustituir un dios por otro en la dupla que forman el Pabellón Alemán en Barcelona y la Casa Tugendhat en Brno (1929 y 1930): la técnica por el espacio. Con la complicidad personal y profesional de Lilly Reich, la diseñadora textil que le enseñó a construir al tacto con seda y cuero, superó la tópica equivalencia entre habitación y contorno para crear lacónicas estancias como campos de fuerzas. Que en Barcelona quitase las puertas para las fotos o que en Brno escondiese las carpinterías en el suelo eran demostraciones de que ya no hacían falta: coquetería de prestidigitador.
Ese espacio fluido miesiano se entiende aún mejor si se compara con el de su casa Farnsworth, separada por un océano y dos décadas de distancia. Si en los 1930 dislocaba los interiores con pilares y mamparas de vidrio y piedra, en la Norteamérica de 1950 Mies alineó sin trepidaciones la blanca estructura metálica: aire congelado. Si –como subraya Josep Quetglas– a los sólidos podios europeos se subía de lado, con la escalera oculta, a las plataformas de la Farnsworth se ascendía de frente, horizontal en horizontal, por una ingrávida cadencia de peldaños sin tabica. Lo que quedaba, siempre, era un arquitecto seguro frente a un público perplejo.
Quizá por eso, al triunfo de Barcelona le siguió un silencio atronador. Aunque con la ayuda de Reich dirigió la Bauhaus desde 1930 hasta su cierre en 1933, apenas pudo hacerse con encargos relevantes en un clima político cada vez más enrarecido. Terminó por huir apresuradamente a Estados Unidos en 1938, con el pasaporte de su hermano, dejando atrás la Alemania de Hitler, a su amante y a su familia, que ahora incluía un nieto.
Decía Ignasi de Solà-Morales que Mies no cambiaba y que sus trajes, porte y palabras parecían, década tras década, los mismos. En Chicago, pese a ello, aprendió con desiguales resultados dos idiomas: el inglés, no muy bien, y el dialecto industrial de la primera potencia del mundo, a la perfección. Allí se hizo cargo de la dirección del Armour Institute (más tarde Illinois Institute of Technology) y de la construcción de su campus: "Veintiún edificios grandes… para un arquitecto que sólo había terminado diecisiete a lo largo de su carrera". Estas palabras de Tom Wolfe eran esencialmente ciertas. Durante veinte años, Mies tejió un tapiz modular al que aplicaba variaciones de un mismo proyecto (largas piezas de dos plantas con estructura metálica vista) en una traslación urbana de sus juegos espaciales. El remate fue el Crown Hall (1956), un volumen simétrico para la escuela de Arquitectura que, en su osamenta de vigas y soportes, confinaba un nuevo vacío. Más que anunciar el futuro, Mies adoptó el canon clásico para enfrentarse a los programas y formas de su época: el rascacielos, la casa y el edificio público o, más sencillo aún, estructuras que ascienden y estructuras que se expanden.
Incluso al elevarse, el motivo siguió siendo el mismo: el espacio y orden de los cuerpos. A partir de los apartamentos Lake Shore Drive (1951) en Chicago –a unos metros de su casa– conjugó una gramática repetitiva de prismas áureos, tan rotundos al ojo como precisos a la mano, y a los que se adosaban unos perfiles metálicos a modo de pilastras renacentistas. El periplo, obvio, tenía que acabar en Manhattan, la Roma vertical.
Cinco veces "NO". La carta de ocho folios que Phyllis Lambert hizo llegar a su padre en 1954 dejaba clara (y en mayúsculas) su opinión sobre el proyecto de rascacielos para Seagram, la empresa de la familia. Con ayuda de Philip Johnson, Lambert desvió el encargo hacia Mies. Su torre, inaugurada en 1958 y firmada con Johnson –con quien se terminó peleando– esquivaba, una vez más, cualquier pronóstico: frente al vocerío vertical de Park Avenue, la retiró de la primera línea para regalar a la ciudad una plaza, la mejor plataforma para admirar su apuesto talle color bronce. Ego y grandeza se retroalimentan en Mies, imposibles de separar.
El nieto que había dejado atrás en 1938, Dirk Lohan, devolvió a Mies a Alemania tras conseguirle su último gran encargo. La Nueva Galería Nacional de Berlín (1968) constituye un buen resumen de su carrera. En su piso superior, la museografía de planos deslizantes recuerda a los experimentos barceloneses; su simetría y su gigantesca cubierta, sujeta por tan solo ocho pilares, a los dejes clásicos del Crown Hall; y el sótano, a su tendencia a desentenderse de aquello que no podía (o no quería) resolver. Y dejó dicho: "Las obras de arte tienen su propia vida. No están abiertas a todo el mundo. Si han de darnos una respuesta, hay que presentarse delante de ellas tal y como exigen". Ni más, ni menos: solo lo estrictamente necesario para la perfección.