Los estadios son a la ciudad lo que los récords a las pistas: excepciones. Aunque nos deslumbren durante 8,94 metros o 9,58 segundos, el vacío que permanece cuando las cámaras se marchan nos desconcierta. Vallehermoso era hasta 2007 el lugar de Madrid en el que entrenamiento y meeting se tendían la mano, cuando al Ayuntamiento le dio por barcelonear y, tras soterrar la M-30, se imaginó como olímpico y giró la cabeza hacia el viejo claro de Chamberí.
Cano Lasso, el estudio madrileño comandado por los hermanos Alfonso, Diego y Gonzalo Cano Pintos, ganó el concurso convocado para esa reconversión pero, como todo el mundo sabe y merced a la crisis crediticia de 2008, no hubo ni Juegos, ni dinero y, para colmo, tampoco estadio, puesto que las prisas por demolerlo superaron, con mucho, a la existencia de un plan viable. Sprint a cámara lenta, el empeño del consistorio saliente –que, con las arcas exhaustas, se había distinguido más por su afán legislativo que por su producción construida– y la flexibilidad de los arquitectos –que rehicieron por completo su proyecto, de los 100 millones de euros del concurso a los 14 de la obra final, con 10.000 espectadores de aforo— han logrado que Vallehermoso despierte tras doce meses de trabajos.
El meollo de todo el asunto es la pista, el aro intocable que Cano Lasso ha teñido de un inédito verde ácido evocando un claro en el bosque
Más allá del recorte presupuestario, el nuevo estadio se enfrenta a otros pies forzados, como la convivencia con el gimnasio municipal en el frente hacia Islas Filipinas –un mazacote de gestión privada, herencia de la crisis–, el trazado inamovible de la pista –celosamente homologada por las federaciones en sus tamaños, radios y pendientes– y los cambios de nivel de su perímetro. Quizá sea mediante estas restricciones, y no pese a ellas, como cuaja su forma el nuevo Vallehermoso, porque la imagen pasa a un segundo plano y el trabajo se centra en la geometría y el entorno de los acontecimientos: arquitectura.
Si la mayoría de este tipo de recintos parecen iguales es porque se proyectan casi siempre igual, con cierto fatalismo: la sección de un graderío que se extruye, impasible, a lo largo de los 400 metros del circuito. Aquí, sin embargo, los Cano han optado por diseñar no desde la homogeneidad, sino desde la diferencia, para responder tanto al atleta como al vecino, usuarios ambos de pleno derecho. En la cota más alta, junto al Parque del Canal, la tribuna se enrasa con la acera. A ese nivel, que domina visualmente la competición, se asienta una blanca plataforma horizontal por la que discurre, como escapada del tartán, la cinta verde de una calle. En el extremo contrario, hacia Moncloa, la ciudad desciende y el conjunto se alza para adoptar aspecto de edificio. Es la vista más repetida, con la pista de calentamiento que sobrevuela la grada de poniente, y a la que se encarama, a su vez, una marquesina textil (de ETFE, en realidad) que cubre la recta norte del estadio. El tránsito de esos perfiles, de la maciza bóveda convexa al voladizo cóncavo y traslúcido, solo precisa de su solución estructural (una jácena atirantada en V, amable recuerdo de la sección del Hipódromo de la Zarzuela) para dar con una expresión cívica leve y permeable.
El meollo de todo el asunto es la pista, el aro intocable que Cano Lasso ha teñido de un inédito verde ácido. Se trata de una modesta evocación del claro en el bosque, origen mitológico de estos recintos, y que alcanza una inesperada resonancia al contactar con la historia del lugar. Ese solar atestigua lo rápido que ha crecido Madrid. En fotografías aéreas de los años 1950, resulta posible identificar la explanada como campo, no de juegos sino literal: la capital se acababa, por entonces, en Nuevos Ministerios. Más allá de la satisfacción de unas necesidades, existe un evidente acierto en evitar que el renacido Vallehermoso pueda limitarse a su foto finish, para confiar, en cambio, en el tapiz de relaciones que tejen su esqueleto en tensión, tan alto como los árboles de la calle, o el jazmín que crece en sus lindes, rasgos que devuelven a la trama del barrio y a los madrileños, transformada, la memoria del vacío que se les había restado. Quizá resulte llamativa la preservación de este terreno, tan cerca del centro de la ciudad, como reserva para el deporte Rey –prácticamente un paria frente al monocultivo del fútbol–, pero lo público también se construye a partir de estas empresas. De lucro cesante, nada; lo que se gana es diversidad, el material mismo de lo urbano.