Al repasar el transcurso de 2019 resulta tentador concluir que seguimos, nombre más, nombre menos, prácticamente donde estábamos. Piénsenlo dos veces. Si algo ha quedado claro, tanto en la arquitectura como en la vida, es lo fútil de nuestras certezas. El incendio de Notre Dame o el apremio del cambio climático representan cosas parecidas; lo que dábamos por sentado puede irse al garete mañana por la mañana, a eso de las diez. Algo similar expresan las inminentes consecuencias del Brexit. La inauguración a principios de año de la James Simon Galerie en Berlín, a cargo de David Chipperfield, o la victoria de Norman Foster en el concurso para la ampliación del Museo de Bellas Artes de Bilbao –ingleses cosmopolitas y residentes ocasionales en España– apuntan la incongruencia de esta brecha. Pero no conviene confundir memoria y augurio. A pesar de que la arquitectura aún emita en diferido el mensaje comunitario, se hace necesario asumir que el orden de las cosas ha cambiado. Este año, el centenario de la Bauhaus se celebró con nuevos museos en Weimar y Dessau, este último a cargo del estudio barcelonés Addenda. Por mucho que apuntase al futuro, la escuela acumula ya tanta historia como la Academia que pretendió combatir. Así, los focos giraron de nuevo hacia la sede proyectada por Walter Gropius en 1926. Sea antigua o moderna, la suma de institución, edificio y tiempo –véase también el Museo del Prado de Juan de Villanueva, 200 otoños en este 2019– suele equivaler a “monumento”.
Aunque este interés podría interpretarse como signo inequívoco de la hegemonía de lo construido, las decisiones que conforman nuestro entorno amplían cada vez más las implicaciones de la palabra arquitectura. Ganadores del premio europeo Mies van der Rohe, los franceses Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal sin duda ejercen esa polisemia. Cuando afrontaron en 1996 la reforma de una plaza en Burdeos, no destinaron el presupuesto a su diseño, sino a su cuidado. La obra galardonada en 2019, una rehabilitación de 530 viviendas sociales en la misma ciudad (con Frédéric Druot y Christophe Hutin) ha optado, asimismo, por corregir lo preexistente.
Las decisiones que conforman nuestro entorno amplían cada vez más las implicaciones de la palabra 'arquitectura'
No es que lo espectacular se encuentre en peligro: la rosa del desierto del Museo Nacional de Qatar, de Jean Nouvel, o el nuevo aeropuerto de Pekín, de Zaha Hadid Architects, prolongan esa vertiente que equipara, en ocasiones, crecimiento y especulación. Ese fue el caso, en Manhattan, de Hudson Yards, donde los trabajos estelares de Diller Scofidio + Renfro o Thomas Heatherwick palidecen al compararse con los jardines de la Fundación Ford, del desaparecido Kevin Roche, un acuerdo canónico entre lo público y lo privado en la misma ciudad. Las plusvalías pueden ser prólogo, nunca argumento.
Roche fue, junto con otro Pritzker estadounidense, Iong Ming Pei –autor de la pirámide del Louvre– una de las pérdidas de este 2019, a las que deberían sumarse el historiador británico Charles Jencks o el arquitecto español Juan Antonio García Solera. El japonés Arata Isozaki, el homenajeado de este curso, desprende un inequívoco aroma a deuda, si bien su Pritzker, como otros galardones recientes, caso, en España, del Premio Nacional al portugués Alvaro Siza o la Medalla de Oro del CSCAE a Alberto Campo Baeza, podrían haberse entregado a los mismos autores hace ya veinte años. Más allá de la indiscutible calidad de los laureados, el déjà vu apunta directamente a unas instituciones nostálgicas que deberían plantearse el futuro ya no como una conjetura más o menos vaga, sino en clave de urgencia.