La peste negra de mediados del siglo XIV llegó a Europa desde Asia en los barcos de las rutas comerciales. La devastación demográfica que produjo en Europa disminuyó la agricultura por falta de mano de obra e incrementó la movilidad social y la innovación, abriendo el camino hacia la Edad Moderna.
Las epidemias de la primera mitad del XIX, especialmente la del cólera, dieron lugar a una sociedad en la que la higiene se convirtió en esencial. Las investigaciones de los médicos y científicos coincidían en que las condiciones insalubres en las que vivía gran parte de la población eran, junto con la desnutrición, causa directa de las enfermedades. El higienismo sentó el germen de un nuevo modelo de ciudad que ha imperado desde entonces. El urbanismo, sanador e higienista, se basó en el Sol y la ventilación, optó por calles rectilíneas y amplias frente a callejas laberínticas y estrechas, por la mejora de las infraestructuras de agua, por la incorporación de espacios verdes –bulevares arbolados, parques públicos–, por la ordenación de la venta de alimentos –nuevos mercados–, por el alejamiento de las industrias nocivas, mataderos y cementerios, etc.
La ciudad contemporánea se asienta en el cambio exigido por el impacto en la salud pública de las epidemias decimonónicas. La legislación en materia urbanística, tal y como hoy la conocemos y aplicamos, es hija directa de aquellas circunstancias. Hasta inicios del 2020 hemos vivido en la creencia de que este modelo urbano nos protegía de los males que ya conocíamos. Y el imparable crecimiento de la mancha edificada en el planeta se ha ido construyendo como reacción a las pandemias del XIX. No obstante, ya había muchos indicios de que esta ciudad no era capaz de dar respuesta satisfactoria a los parámetros del siglo XXI.
Si hace dos siglos fue la pésima calidad del agua la que hizo la ciudad insana, hoy es la pésima calidad del aire la que anunciaba enfermedades respiratorias endémicas de la población urbanita. Cuestiones como la contaminación, el efecto isla de calor y el excesivo consumo de energía y de recursos, nos hacían pronosticar la necesidad de un cambio tajante de modelo urbano. Esta ciudad higienista lleva tiempo amenazada y superada por otros factores de corte medioambiental.
Lo que nadie previó, ni siquiera alcanzó a imaginar, es que una nueva pandemia, que ahora no se transmite ni por el agua ni por el aire, sino de persona a persona, iba a alterar drásticamente nuestros hábitos urbanos y el modo de vivir la ciudad. Las estructuras urbanas, es decir, sus edificios, sus vías y calles, siguen ahí tal cual estaban previamente a la era Covid-19. Sin embargo, los flujos, es decir, los movimientos de los ciudadanos, mercancías, infraestructuras, datos, etc. se han alterado radicalmente. Si hasta hace pocas semanas el bullicio de las personas recorriendo las calles, el atasco de los coches llenando la ciudad de ruido y contaminación, las partículas de CO2 y NO2 viajando por el aire, etc. constituían la invariante urbana mundial, hoy nos encontramos con que peatones y coches han desaparecido, y con ellos, parte de las partículas nocivas. A cambio, ha aparecido el flujo de un nuevo agente, el coronavirus SARS-CoV-2, y se ha incrementado el de datos y sistemas de telecomunicación, que se han convertido en los nuevos espacios sociales.
Ante esta situación, tan dramática por la escala y velocidad de los acontecimientos, y ante los nuevos hábitos laborales y personales a los que se ha visto abocada la población, nos queda preguntarnos: ¿Estamos a las puertas de un cambio de paradigma urbano? Posiblemente sea muy pronto para poder responder a esta cuestión con certezas, no obstante, podemos intuir cambios que exponemos seguidamente.
La presente situación epidemiológica ha alterado la relación entre mundo global y autosuficiencia local. Tras las últimas decepciones en el abastecimiento de productos básicos, que en esta pandemia han sido evidentes en el mundo sanitario, es obvio que la globalización y deslocalización en investigación y en fabricación de productos estratégicos se tendrá que replantear. Por consiguiente, ¿deberíamos revisar la globalización tal y como hoy la entendemos y practicamos? Más allá de los análisis que corresponden a gobernantes y estrategas, desde el punto de vista urbano, nos referiremos a la energía, dado que las ciudades son grandes consumidoras de la misma. España carece de petróleo y de gas, teniéndolos que importar, pero cuenta con sol y viento y es puntera en tecnología de energías renovables. A los planes de reducción del consumo se tendrían que sumar los que minimicen la dependencia energética de terceros y opten por recursos propios, principalmente renovables.
La tendencia contemporánea de la población mundial es la de un permanente desplazamiento del mundo rural hacia las ciudades, con grandes áreas que se despueblan mientras que otras crecen hasta tamaño de megalópolis. La percepción de que la pandemia del coronavirus agrede con más fuerza las ciudades de gran tamaño y dinamismo, por su densidad poblacional y por su globalidad, nos lleva a revisar las ideas de descentralización de la gran ciudad que ya fueron objeto de notables teorías y propuestas a finales del siglo XIX. Podríamos estar ante una oportunidad para la reorganización del territorio a partir de un reparto equilibrado de núcleos intermedios potentes en dotaciones públicas y actividades productivas.
Mucho se ha hablado en las pasadas décadas del teletrabajo, pero no ha sido hasta ahora cuando esta situación se ha convertido en realidad generalizada para todas aquellas actividades compatibles con el trabajo en línea. Por ello, nos atrevemos a proponer menos kilómetros de carreteras y más de autopistas telemáticas. La implantación de sistemas mixtos de trabajo presencial-teletrabajo en ciertas actividades conllevaría reducción de los desplazamientos cotidianos, del consumo de recursos fósiles, de emisiones nocivas y de tiempo inútil.
Por último, e igual que la vivienda de primera mitad del siglo XX introdujo los higienistas cuartos de baño y la de la segunda mitad, propia de una sociedad consumista, introdujo los espacios de almacenamiento –armarios, vestidores, trasteros–, la vivienda actual tendrá que adaptarse al espacio intermedio entre lo doméstico y lo laboral.
El punto de inflexión que nos marca la crisis del Covid-19 requiere de nuevas estructuras directivas que lideren los cambios necesarios y obligados, sean éstas globales, nacionales o locales. En un momento en que la UE está demostrando su incapacidad y fragilidad, ¿volveremos a un mundo unipolar, esta vez con China liderando? ¿o es posible la multipolaridad futura? Tendremos que encontrar nuevas formas de gobernanza que, más allá de los intereses económicos del tardo-capitalismo, aborden los grandes temas de energía, agua, sanidad, alimentación, recursos, etc. que afectan a la humanidad. La crisis, tan doliente, debe ser también una oportunidad para mejorar nuestros sistemas de convivencia y de implantación en el planeta.