“El arte nuevo nunca es nuevo cuando está hecho”, le espetaba Andy Warhol a su doble en Mi filosofía de A a B y de B a A. La frase se desata en nuestra cabeza al atisbar, por vez primera, el iceberg anguloso del Museo Helga de Alvear, en Cáceres. Por mucho que esté de estreno –abrirá al público en el primer trimestre de 2021–, esta obra no muestra demasiado interés en ser lo nunca visto. Todo lo contrario, rechaza las grandilocuencias que demanda el turismo para recoger sin pudor las señas de identidad de Tuñón Arquitectos, la oficina que Emilio Tuñón (Madrid, 1959) fundó tras la pérdida de Luis Moreno Mansilla en 2012. A saber: volúmenes sencillos, en este caso un zigurat excéntrico; fachada abstracta de barras blancas y verticales, apenas interrumpida por algún hueco de gran tamaño; materialidad robusta, como un ensamblaje de elementos perfectamente acabados; e incluso, cuando se descubre la planta, la obstinación por recoger las trazas oblicuas del solar y llevarlas a los interiores del edificio. Quien quiera puede decir que es lo de siempre, sí, pero no se precipiten. Más que constatar obviedades, lo que nos ha traído hasta aquí es el propósito de esa recurrencia y su significado, es decir, por qué insiste el arquitecto en no empezar jamás desde cero, dos preguntas que se relacionan íntimamente entre sí.
El nuevo edificio rechaza con sus volúmenes sencillos las grandilocuencias que demanda el turismo
El primer interrogante puede formularse en otros términos: si no tuviésemos información sobre sus artífices, ¿pensaríamos que este es un buen edificio? Para empezar, y contra lo que dicen las fotografías, conviene poner en cuestión que sea únicamente eso, un edificio. Destinado a acoger parte de la colección de Helga de Alvear, la conocida galerista y auténtico motor del proyecto, el museo se sitúa al sur del casco histórico de Cáceres, pegado a la muralla y en el solar vecino de su Fundación, la Casa Grande, que también Mansilla y Tuñón terminaron de rehabilitar en 2010 tras ganar su concurso a principios de esa década.
Lo viejo y lo nuevo
En ese barrio, elevado respecto a las ampliaciones del siglo XX, la ciudad es una aglomeración de piedra en la que la parte y el todo son prácticamente lo mismo. Se trata de una unidad que la actuación ha respetado a través de las distintas fases de su proceso, desde las formas redondeadas de los primeros proyectos al níveo prisma de aristas en que ha devenido. A lo largo de los años y las propuestas, la superficie museística ha ido reduciéndose, hasta quedarse en 5.000 m2, la mitad de lo previsto inicialmente y con espacio para exhibir tan solo el 5 % de los fondos de la colección. Sin embargo, nunca ha perdido de vista el preciso colmatado de la trama, en una operación que entrelaza lo privado y lo público mediante un recorrido de rampas y escaleras que la atraviesa de punta a punta. En consecuencia, la obra presenta dos caras: arriba, hacia lo antiguo, se muestra como una fachada tradicional, con su zaguán y el pasaje urbano que desciende del adarve de la calle Pizarro al Cáceres contemporáneo; abajo, hacia lo nuevo, es un volumen pautado que contiene las salas de exposiciones y que prolonga, hombro con hombro, el cuerpo de las viviendas extramuros de la calle Camino Llano.
Quien se decida a entrar encontrará sin preámbulos una pieza de Ai Weiwei, Descending Light (2007), que arranca en un torbellino rojo el periplo de cuatro plantas, siempre hacia el plano inferior. Conectados entre sí por la luminosa escalera sur –el único punto en que el fondo de la fachada es de vidrio–, los espacios expositivos se pueden leer como una combinación de pautas más o menos explícitas: para controlar la iluminación, las salas son esencialmente ciegas, aunque siempre cuentan con un punto de luz natural, lucernario o ventana; para ceder el protagonismo al arte, la paleta material es muy escueta, con madera de roble en las carpinterías, solera pulida y paramentos en blanco; para adaptarse a los bordes del terreno, todo está ligeramente distorsionado, hasta la cabina del ascensor, en un ejercicio tan concienzudo que lo que llama la atención entre tanto rombo es, precisamente, el único cuadrado, la sala de equívocos reflejos del artista danés Olafur Eliasson, que exige su propia geometría. La inquietud urbana y la eficacia compacta de los interiores alumbran un conjunto equilibrado, que no solo resuelve el programa, sino que encajará sin traumas en un punto sensible de la ciudad. No se trata tanto de un pronóstico como de una certeza: la que puede enunciarse con convencimiento tras leer la obra en el contexto intelectual de los trabajos de este estudio. Toca volver al arquitecto.
La sencillez como estilo
Caminen cinco minutos hacia el centro, en dirección a la iglesia de San Mateo, y encontrarán otra realización de la oficina, el hotel y restaurante Atrio. En su interior, y con las necesarias distancias, vemos al museo dentro de una década: la misma dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, el mismo vibrar albino, todo hecho en 2010. La reencarnación no solo evidencia que la propuesta será perdurable –ni que fuera poca cosa–, sino que induce también a concluir que la arquitectura de Tuñón no tiene necesidad de reinventarse por la pura compulsión de hacerlo. Es una afirmación fácil de constatar. Aunque hemos citado el restaurante Atrio, esos ritmos neutros y blanquibarrados proliferan por todo su currículum, sea cual sea el programa: en solitario, en los proyectos para la Casa de las Letras en Barcelona (2020) o en una casa en Cádiz (2014); en pareja con Luis Moreno Mansilla, en el inminente Museo de Colecciones Reales de Madrid o, de manera más lúdica, en la fachada de la inconclusa Cúpula de la Energía en Soria. Siempre con la escala de una planta, exentos o como parte de un urbanismo complejo, y con un fondo que puede abrirse o cerrarse a voluntad, como en Cáceres, esas bandas insinúan que el edificio se debe resolver en sus propios términos, recurriendo a cosas tan sencillas como unos espacios generosamente dimensionados y a una construcción comprensible para todo el mundo.
Se trata de un mecanismo que extrae el quehacer del arquitecto de los terrenos de lo virtuoso para instalarlo en una facilidad tan ilusoria como empática. En la obra de Tuñón no hay demasiadas dificultades para entender cómo está hecho algo. No hay truco ni prestidigitación, aparentemente, porque la idea es hacernos pensar que nosotros también podríamos hacer lo mismo, si quisiéramos, por mucho que esa sintaxis conlleve una ardua labor de criba que se desvanece en el resultado final, como si fuese transparente, como si no importase. De manera similar a los ejercicios y variaciones de artistas como el estadounidense Sol LeWitt –referencia que Tuñón suscribiría– el edificio no puede explicarse por la dificultad concreta del trazado de sus líneas, del cómo, sino a través del tema general de su trabajo, del qué: ese tiempo que no pasa.
Para ceder el protagonismo al arte, la paleta material es escueta, madera de roble y paramentos en blanco
Como se ha sugerido al principio, nuestro apetito contemporáneo por la novedad determina que lo que no es sorpresa es anticlímax, pero esta fe en el método sugiere que la arquitectura no debería fiarse de los tratamientos de choque y sí de la continuidad. A fin de cuentas, ningún lugar humano se construye sin pausa. Debería parecernos natural. Hasta fechas muy recientes, poco más de un siglo, la disciplina ha operado a través de un código estable, llamémoslo clasicismo. De lo doméstico a lo monumental, sus bases dependían menos de una recurrencia al estilo que de la firmeza inquebrantable de un orden, el que nos legábamos a nosotros mismos para aprender a habitar el mundo. Más abstracta aunque no menos consistente, la racionalidad de Tuñón y su equipo también afirma que inteligente e inteligible están tan cerca en la arquitectura como en el diccionario, y no necesariamente en las antípodas, como tantas veces nos empeñamos. Una precisión que, bien vista, podría valernos para la vida.