Lo primero que viene a la cabeza de Paulo Mendes da Rocha (Vitòria, 1928 - São Paulo, 2021) no es un edificio, sino una historia. La ha contado alguna vez su compatriota y discípulo Fernando Viégas. En 2006, Mendes recibe la noticia de la concesión del Pritzker. Ese mismo día, convoca a sus amigos en un modesto local en el centro de São Paulo, su ciudad de toda la vida y escenario predilecto de su obra. Con el bar hasta la bandera y en plena algarabía, un camarero se acerca con un teléfono al laureado. Mendes toma el auricular y, de repente, se pone serio. Se hace el silencio, todos pendientes de la conversación: "Sí. Es un honor". Finalmente, el arquitecto se despide: "Gracias, Comandante. ¡Viva la Revolución!". Fidel Castro al aparato.
A la arquitectura de Mendes da Rocha, sea doméstica o monumental, se llega y se entra
Nada hay de extraño en esta profesión pública de ideología, tan habitual entre los modernos brasileños. El propio Mendes solía recordar que terminó sus estudios en 1954, cuando la Brasilia de Lúcio Costa y Oscar Niemeyer, tan utópica en su izquierdismo como en su arquitectura, disparó las ilusiones del país. Menos metafísico y más rotundo, como corresponde a la tradición de São Paulo, no tardó en reclamar esa herencia y en 1957 ganó el concurso del Club Atlético de la ciudad. El proyecto se resumía en apenas dos elementos: abajo, un podio que contenía las funciones de vestuario y la cancha; arriba, un disco de hormigón apoyado en tan solo seis puntos que protegía la pista y a los espectadores. Apenas treintañero, el joven Mendes nunca entendió cómo una idea tan radical pudo salir adelante, pero encontró en la experiencia de esos umbrales, en los que la gente se detiene y charla, la síntesis perfecta de su filosofía.
Demasiado lejos
"No hay espacio privado, sólo gradientes de lo público". A la arquitectura de Mendes da Rocha, sea doméstica o monumental, se llega y se entra. La primera, la de cada uno, la exploró en su propia casa en Butantã (1966), al oeste de São Paulo, una enigmática habitación sobreelevada y abierta en sus testeros. Al ascender, el prisma hermético de hormigón se matizaba, los planos de madera recibían al tacto y el verdor entraba por los ventanales. Tan influyente fue que ni siquiera él pudo resistirse a copiarla: en primer lugar, en la casa de su hermana, puerta con puerta y, más adelante, en declinaciones como las residencias Masetti (1970), Millán y King (ambas de 1974) o en la Gerassi (1991), también en su ciudad y completamente prefabricada. Si en lo íntimo Mendes se suavizaba in extremis, en lo que respecta a lo colectivo las cosas fueron un poco más lejos, casi se diría que hasta demasiado.
El golpe militar de 1964 le expulsó de la docencia en la Facultad de Arquitectura, pero no pudo impedir que se alzase con el concurso para realizar el pabellón de Brasil en la Expo’70 de Osaka (Japón). En un paradójico alarde de generosidad, la obra enterraba sus salas y regalaba al público el solar: un camino verde entre colinas de hormigón en las que se apoyaba sutilmente la cubierta. Tan leve como grave, la pieza se demolió porque el régimen militar no quería verla ni en pintura. Sin embargo, como ya comenzaba a ser costumbre, la memoria de Mendes era obstinada, y ese dintel, más lugar que edificio, rebrotó en São Paulo, en el Museo Brasileiro de Escultura (1988) o en la céntrica Plaza del Patriarca (1992-2002), o incluso en la capilla de São Pedro en Campos do Jordão (1987), donde un único apoyo central sustentaba y protegía los espacios de culto.
Hijo de la necesidad
Tras estos hitos, Mendes pareció transitar en los años posteriores a otros asuntos como la rehabilitación, si bien nunca abandonó su ambición de orden estructural y servicio público. En la Pinacoteca del Estado de São Paulo supo ocupar con prismas de acero el esqueleto de ladrillo de una ruina ecléctica. Y en el centro cívico SESC 24 de Maio (2017) reescribió el armazón de unos grandes almacenes en el corazón de su ciudad para disponer una piscina pública en la cubierta. Lo preexistente no era, para él, más que otra geografía que transformar y hacer accesible, en el sentido más amplio de la palabra. No es que siempre acertase. Su único trabajo en Europa, el Museo dos Coches en Lisboa (2015), y el que será su testamento en su tierra natal, el Muelle de las Artes en Vitòria, tienden a lo aparatoso y obligan a rendirse a la evidencia: el mejor Mendes da Rocha es más hijo de la necesidad que del gesto.
Su obra, por la que le recordaremos, aúna ética y estética, siempre a la caza y captura de la vida. Alguna vez relató cómo, de pequeño, veía a los mestizos llegar a las puertas de su ciudad con los zapatos en la mano, y lavarse allí mismo los pies, en una fuente, antes de calzarse. En ese recuerdo se resume bien su legado: el respeto de su arquitectura por lo que a todos nos concierne y compartimos, que debería ser ilusionante, pese a las luchas cotidianas.