La visitante se para en seco frente a la pasarela de vidrio, porque una cosa es lo que le dice su cerebro, que todo irá bien, y otra muy distinta su estómago, que hay unos 30 metros de caída libre. Al notar su ansiedad –el vértigo no es divertido–, le sugerimos un truco: que no mire a través de, sino al propio suelo, a los reflejos. Funciona, y respira aliviada. Bien vista, esa idea puede resumir las cualidades y los defectos del nuevo Depot Boijmans van Beuningen, el museo/almacén/objeto que acaban de inaugurar los holandeses MVRDV (Winy Maas, Jacob van Rijs y Natalie de Vries) en su ciudad, Róterdam. Conocidos en España por obras como el Mirador de Sanchinarro (2005, con Blanca Lleó), han hecho aquí otra pieza de impacto, un bol cromado tan irreal que tienta etiquetarlo como arquitectura buscaclics. Hay, sin embargo, algunos matices que invitan a atravesar el halo de la satisfacción mediática.
“La visita a un depósito de arte es francamente divertida; se aprende mucho y de una manera bastante libre, se trata una experiencia que queríamos compartir”, comenta Sjarel Ex, el director del Boijmans. A él le corresponde la doble decisión que dio origen al proyecto: transportar sus almacenes al centro de la ciudad y hacerlos, además, accesibles. Supone una aparente innovación frente al protocolo tradicional de los museos, que apenas exponen una ínfima parte de su inventario (aquí, el 2 % de sus 150.000 piezas), y también un nuevo recurso para atraer turistas. No queda otro remedio: el Depot será lo único del Boijmans –que tiene en su colección Rubens y Rembrandts, pero también arte contemporáneo, de CoBrA a Donald Judd– que podrá verse el próximo lustro, mientras la vieja sede se remoza para sustituir su aislamiento cancerígeno de amianto.
Entre las piezas, un Warhol nos recuerda que aprovechar un depósito de arte para obtener visibilidad es lo que demandan los tiempos
El resultado es un gran vaso de sección parabólica forrado por completo de paneles de vidrio espejado: casi horizontal abajo, casi vertical arriba, y 10 metros más ancho en su cubierta que en su base. No hay sótano. Todo queda sobre rasante para evitar las amenazas de inundación: 5 en los últimos 15 años. Para regocijo infantil del público, ese ovni hermético se abre con unas puertas deslizantes que franquean el paso a un breve vestíbulo y, de ahí, al gran atrio central. Dado lo enigmático del exterior, sin referencias apreciables de escala, es ese vacío vertical el que desvela las auténticas dimensiones del volumen: 7 plantas para 15.000 m2 de talleres, servicios y depósitos, asaetadas por unas escaleras en zigzag y conectadas por unos ascensores ultrarrápidos.
Vitrinas transparentes
También se trata del único espacio auténticamente público del edificio. El sueño de MVRDV era hacer del almacenaje un ballet mecánico, una performance de grúas que moviesen las piezas a la vista de todo el mundo. Quizá hubiera sido mejor no saberlo, porque, en lugar de esa imagen tan atractiva, lo que atesora las obras –que rotarán cada 6 meses– son unas vitrinas un tanto aparatosas, con un vidrio de seguridad tan grueso que se puede caminar sobre él sin que ese acto pueda calificarse de milagro. Resulta, entonces, que todo el cacareo sobre la transparencia –“¡el 99 % del museo accesible, el primero en el mundo!”– se queda en esas urnas, un par de salas de exposiciones y algunas ventanas que asoman a los talleres y almacenes, a los que solo se accede tour mediante. En su interior, lo que aparece ante los afortunados es un espectáculo sin tacha: la colección colgada sobre unos ‘peines’ móviles en estricto orden cronológico. “Es como mirar los estantes de una biblioteca, aparecen vecinos insospechados”, dice Ex mientras señala un cuadrito del pintor danés Vilhelm Hammershøi al lado de un ‘falso’ Vermeer de principios del siglo XX. Las previsiones del museo para esta actividad se cifran en unos 90.000 visitantes al año: menos de 300 al día. No será precisamente masiva.
El recorrido concluye arriba, en la cubierta –esta sí, pública y gratuita–, donde un bosque de abedules rodea al salón de actos y el restaurante. Desde allí, el tamaño de los transatlánticos de la terminal de Kop van Zuid, en la orilla sur del Mosa, rivaliza con el zoo de rascacielos de nuevo cuño. Se trata de un recordatorio de que las ciudades precisan de cierta cantidad de memoria, y que, en su lugar, la arquitectura moderna solo ha sido capaz de producir un sucedáneo de emociones fugaces, como el vértigo, precisamente, o el asombro.
Es la especialidad de la casa. Desde que escaparan del laboratorio de OMA, la oficina de Rem Koolhaas a principios de los 1990, Maas, van Rijs y de Vries han entendido que el nuestro es un mundo de imágenes y datos, y, con gran éxito, han hecho de ambos el capital simbólico de su arquitectura. El Depot reitera ese modus operandi: la interpretación literal y heterodoxa de los requisitos funcionales con una vestimenta audaz. Quizá el valor de MVRDV resida, así, en su capacidad de mantener durante años una idea tan inmediata como la del Boijmans sin caer en la tentación de embellecerla. El resultado es banal y provocativo. Es lo que se pretende.
Pero, probablemente, esta sea una forma equivocada de entender el edificio. En la arquitectura de MVRDV todo, lo bueno y lo malo, va junto. Puede que el Depot sea lo que necesita Róterdam, y que, amén de garantizar la preservación de los fondos, que es lo que se le ha pedido, sea también un imán de turistas de entretiempo. De hecho, solo cuando se empeña en ser otra cosa que un almacén con aire de gigantesco juguete sexual resulta algo forzado. Su abismo ‘piranesiano’ –de Piranesi: el cliché de los arquitectos cuando tienen un gran vacío con jaleo de escaleras– o su énfasis en el discurso de la transparencia son meros ejemplos de esos excesos retóricos.
Para el público general, el contacto con las obras quizá resulte un tanto de escaparate, solo que en vez de bolsos y zapatos, que también –el Bojmans expone diseño–, lo que se ve es arte. No cabe escándalo: entre las piezas, un Warhol nos recuerda que no es que los mercaderes hayan entrado en el templo, sino que somos nosotros quienes pretendemos celebrar misa en el mercado, y que aprovechar un depósito de arte para obtener visibilidad es lo que demandan los tiempos. La fotografía que nos devuelve la fachada del Depot no es casual: un selfie.