“Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Así fueron Adán y Eva expulsados del Paraíso. Bien podrían estas palabras representar la revolución neolítica, ese trance en el que los cazadores-recolectores ligaron su sustento a un lugar: la invención de la agricultura. La tierra fue un amo tiránico, vaya que sí. El trabajo se hizo arduo y la dieta más uniforme y dulce, de ahí las caries. Al perder variedad, cualquier fallo en la cosecha condenaba a la hambruna y, al contrario, cuando comenzaron a producirse excedentes, se inició ese juego de ganadores y perdedores que aún conocemos como riqueza y que, no por casualidad, siempre se ha asociado con la opulencia de los cuerpos. Pero el final de la vida nómada también destiló, hará unos 6000 años, otro subproducto: el escenario donde elaborar, intercambiar y, por supuesto, compartir los alimentos. La ciudad. Nuestras ciudades.
Comida y techo: la evidencia de que no hay asentamiento sin condumio es el punto de partida de La ciudad del futuro: de la huerta a la mesa, la exposición que ha comisariado Jorge López Conde en las salas de CentroCentro, en Madrid. No puede ser más pertinente. Hace apenas un año, justo antes de la pandemia, el holandés Rem Koolhaas miró a la despensa rural en la dupla (exposición y libro) Countryside: the future, y meses más tarde se editó en España el imprescindible Ciudades hambrientas (Capitán Swing), de la británica Carolyn Steel. Entre el carácter propositivo de uno y retrospectivo del otro, López Conde dibuja un recorrido en diez etapas, desde las primeras poblaciones del Creciente Fértil –donde existió ese lugar llamado Edén– a las actuales megalópolis. Culmina, claro, en el porvenir.
Desde 2006, más del 50 % de los habitantes de nuestro planeta vive en entornos urbanos; en 2050, lo haráel 80 %. Para entonces, seremos 10.000 millones
En su primer tramo, el histórico, la muestra recurre al conocido método de los casos de estudio. Roma queda condensada en Pompeya; el mundo musulmán, en los jardines del Generalife; y el intercambio colombino, en la huerta-laboratorio de El Escorial, aquí, o las chinampas de la antigua Tenochtitlán, esas balsas artificiales de cultivo que aún sobreviven en Xochimilco, al sur de Ciudad de México. Más adelante, en el histórico plano de Texeira (1656), pueden verse tanto la proliferación de cultivos en la madrileña calle de las Huertas como las 90 varas de Alcalá, el ancho de paso de una cañada de merinas. Todos son modelos que remiten a la idea de ecosistema: lo que se comía debía ser reciente o próximo, lo construido y lo cultivado se daban forma entre sí.
Madrid reaparece en un dibujo del Matadero del arquitecto Luis Bellido –con exposición ahora en Condeduque–, que recuerda cómo la Revolución Industrial privilegió el consumo masivo de carne y, de paso, rompió el vínculo entre ciudad y territorio. A finales del siglo XIX, la suma del ferrocarril y el frigorífico permitió a los alimentos recorrer grandes distancias. Los ensanches urbanos borraron cualquier vestigio rural, expulsado por esa nueva economía de escala. El campo, ya mecanizado, se vació, y las ciudades comenzaron a crecer sin control. Fue la semilla de nuestro presente. Desde 2006, más del 50 % de las personas viven en entornos urbanos; en 2050, lo hará el 80 %. Para entonces, seremos 10.000 millones, 2.000 más que ahora. Hemos ido aguantando la crecida con productividad: inventamos los fertilizantes e hicimos la revolución (verde) gracias a la genética. El coste ecológico ha sido inmenso.
Quizá, y como sugiere el último tramo de la muestra, toca repensar nuestros edenes. La multitud de propuestas que reúne López Conde apunta que volveremos a acercar los espacios de producción, hasta vivir en ellos. Se trata de una certera relectura del pasado: los franceses Lacaton & Vassal han hecho carrera de los beneficios energéticos del invernadero, aunque sin su vertiente agrícola, que sí admiten los daneses Effekt en sus comunidades, adaptaciones de la Ciudad Jardín a la economía circular. También hay sitio para la densidad: los holandeses UN Studio presentan una torre que apila las huertas ancestrales, servidas ahora por enjambres de drones.
Pero, probablemente, esos cultivos urbanos no basten. Tendremos que cambiar la dieta, hacerla más local y menos carnívora: hasta un tercio de las cosechas del mundo se emplean hoy en alimentar ganado. Y desperdiciar menos comida: ahora mismo tiramos casi la mitad. Pronto empezaremos a consumir alimentos sintéticos. El Pacto Verde Europeo (límite: 2050) tiene entre sus objetivos una alimentación saludable y respetuosa con el medio ambiente. Está por ver cómo hacerla asequible. Aprender qué deleites podemos permitirnos es una pregunta tan antigua como el mundo. Plinio el Viejo, el autor de Historia Natural, afeaba a sus conciudadanos el que tomasen ostras con nieve, una ostentosa “mezcla de cimas de montaña y fondos marinos” dos mundos que nunca deberían haberse conocido.
La escalera del agua del Generalife, que ronda por las salas de Cibeles, posee una sencillez engañosa: aloja en su pasamanos una acequia, la línea de vida de un territorio, el caudal de sus cultivos. Arquitecturas como esta dan soporte al alimento en más de un sentido; son hermosas porque son esenciales. Tenemos que hablar más de ellas. De esa consciencia ética depende
que volvamos a impulsar la rueda de la utopía.