Ricardo Bofill (1939-2022) fue el primer arquitecto estrella en España. Titulado en los años sesenta del siglo pasado, su imagen pronto se catapultó a la fama de la mano de proyectos que interpretaban de manera brillante la contracultura de aquellos años. Su eclosión fue, en cierto modo, independiente, tanto de los seguidores ortodoxos del movimiento moderno como de su versión comercial concentrada en torno al Estilo Internacional y de la de quienes tomaban la dirección que derivaría en el estilo high-tech.
Fundó en 1963 un mítico, por insólito en aquellos años, Taller de Arquitectura en el que se trabajaba con un pensamiento colectivo integrando las ideas de sociólogos, poetas y arquitectos. Sus primeras obras establecían una comunicación directa con el movimiento contracultural que se gestaba en Europa y en la costa oeste de Estados Unidos, cargando de vitalidad y expresión una arquitectura de ideas, con pretensión de ser el escenario de nuevas maneras de vivir.
Ricardo Bofill sería nuestra primera estrella arquitectónica, pionero en el star-system que vendría, y, en cierto modo, puede considerarse una sofisticada destilación de la situación económico-cultural de Cataluña en aquellos años, cuando su permeabilidad para acoger las ideas procedentes del ámbito internacional era mayor que en el resto del Estado.
Saltó a la fama con un primer edificio emblemático, el Walden 7 (1975), en Sant Just Desvern, junto a Barcelona. Una llamativa torre de potente color rojo, perforada por complejos caminos y recorridos que conducían a un laberinto de pequeñas células habitacionales. Su aspecto de casba sahariana vertical cuestionaba las principales líneas de trabajo de los arquitectos de aquel tiempo, y se anticipaba el posmodernismo que no tardaría mucho en llegar. El Walden 7 abría una línea de trabajo crítica con la ortodoxia del movimiento moderno, mostrándose vecina de un organicismo presente ya en las Torres Blancas (1968) de Francisco Javier Sáenz de Oiza, y en el Centro de Restauraciones Artísticas (1970) de Fernando Higueras, ambas en Madrid.
El componente mediterráneo y meridional de su arquitectura se encuentra de manera semejante en otra obra singular terminada poco antes, la Muralla Roja (1973) de la urbanización La Manzanera, en Calpe (Alicante), en la que se anunciaban las principales ideas que definirían la singular manera de trabajar de su estudio. En 1978 abrió oficina en París y, desde entonces, su Taller de Arquitectura ha desplegado un descomunal volumen de trabajo cifrado en un millar de edificios construidos en cuatro decenas de países.
Sus éxitos profesionales y comerciales han sido relevantes, y deja una extensa colección de edificios y transformaciones urbanas de diferente signo, plenas de retos, con logros y errores
En Francia logró una amplia notoriedad profesional y social, desarrollando una extensa obra gracias a la proximidad personal con el presidente François Miterrand. Sus proyectos se centraron en el desarrollo de nuevas ciudades, bajo el concepto de Clasicismo Moderno, realizando proyectos de grandes dimensiones que incluyen Les Espaces d'Abraxas (1982) en París y el Antigone de Montpellier (1978-2000).
Vivienda social
Estos cantos al formalismo neoclasicista no guardaban relación con sus primeras obras, y fueron incapaces de transmitir un mensaje válido de futuro a las nuevas generaciones de arquitectos. Partiendo de una defensa de la ciudad tradicional, con manzanas, calles y plazas públicas, frente a la ciudad funcionalista de bloques separados y zonificación, desarrolló la prefabricación a gran escala para lograr una combinatoria de elementos que remitía al empleo del lenguaje clásico de la arquitectura en edificios residenciales de gran escala a finales del siglo XX, un camino propio que no tuvo repercusión en la historia de la arquitectura.
Las Villes Nouvelles francesas no han sido las únicas oportunidades de demostrar su profundo interés por la vivienda social, uno de los grandes desafíos a los que se ha enfrentado a lo largo de su carrera. Siempre lo ha considerado como el tema más complejo entre las tipologías arquitectónicas, y uno de los más difíciles de valorar, por la modestia de los presupuestos y la escasa visibilidad pública de los resultados. Junto a realizaciones humildes como las Viviendas de Argel y otros desarrollos residenciales en varios continentes, ha realizado numerosas obras singulares, entre ellas el rascacielos 77 West Wacker Drive (1992) en Chicago, o el sofisticado edificio de la sede de Shiseido (2001) en Tokio.
El encanto personal y la naturalidad para moverse en sociedad, cerca de las esferas del poder político, han hecho posible el éxito de su estudio, capaz de trabajar a gran escala en un ámbito global, con obras en Rusia, en China o en la India, en Estados Unidos y en Marruecos. En nuestro país hay que sumar, a las obras iniciales de los años 70, los Jardines del Turia (1988) en la capital valenciana, el Palacio de Congresos (1993) de Madrid, el Teatro Nacional de Cataluña (1997) en Barcelona, y el Centro Cultural Miguel Delibes (2001) en Valladolid, aunque sus obras con mayor visibilidad son barcelonesas, el Hotel W (2009), que define el perfil marítimo de la ciudad, y la Terminal 1 (2010) del aeropuerto de la capital catalana.
A pesar de los numerosos reconocimientos acumulados a lo largo de una carrera formidable, Bofill nunca se acercó a la posibilidad de recibir el premio Pritzker, reservado a arquitectos con una capacidad de significar cambios poderosos o innovadores en su disciplina. Es inevitable la sensación de que su enorme talento se dispersó con una curiosidad mayor que su capacidad para desarrollar una manera propia de afrontar los desafíos de su tiempo. Sus éxitos profesionales y comerciales han sido relevantes, y deja tras de sí una extensa colección de edificios y transformaciones urbanas de diferente signo, plenas de retos, con logros y errores, respaldando la sensación de que la persona fue aún más interesante que la obra levantada hasta su fallecimiento a los 82 años.
Su aventura vital a través de la arquitectura ha respondido a la inquietud de los creadores surgidos de los años 60 y 70 del siglo pasado, jóvenes cultos procedentes de la burguesía que quisieron cambiar la manera de vivir sin cambiar el mundo, y que han desarrollado largas carreras profesionales sin perder el aire rebelde e inconformista con el que aparecieron en el mundo de la cultura. Su pérdida, tan próxima a las de Oriol Bohigas y del británico-italiano Richard Rogers, transmite la sensación de que se funden las últimas luces de la gran fiesta que fue la contracultura, hace ya casi medio siglo.