Unos niños hurgan en una montaña de basura; una madre posa en la puerta de su casa, acera de tierra; un hombre –¿un cadáver?– yace entre tinieblas. Son estampas italianas, españolas, portuguesas. Cualquiera lo diría: al revés de lo que pensaba Tolstói, cada uno es rico a su manera; es la miseria lo que se parece en todas partes, sobre todo en el sur. Esta sería la tesis de arranque de La ciudad en disputa, muestra comisariada por María García Ruiz y Moisés Puente en La Virreina. Va de escasez y dignidad, y de cómo la arquitectura ayudó a tender puentes entre ambas. Sólo puede recomendarse sin fisuras.
Más que como historia de la vivienda social, la exposición debe entenderse como una historia social de la vivienda en una Europa, la menesterosa, en la que siempre estamos los mismos, con permiso de Grecia. García Ruiz y Puente vinculan 3 casos de estudio en 3 ciudades meridionales y 3 tiempos sucesivos: los quartieri del INA-Casa en la Roma de inicios de los 1950; los poblados dirigidos de Madrid, desde mediados de esa década hasta bien entrados los 1960; y, por último, las ilhas del SAAL en Oporto, en los 1970.
Ya se habían estudiado por separado, lo nuevo es el conjunto. Esa fijación por los tríos se trasvasa a los sistemas políticos, democracia (italiana y cristiana), dictadura (franquista) y revolución (de los Claveles), que afrontaron el éxodo rural en unas ciudades al borde del colapso.
“A partir de ahora, el agua no te sabrá amarga”, dice el narrador a la niña Mariuccia, embelesada con un grifo. El corto de Damiano Damiani –por ahí asoma también Pasolini– remite a la estética del Neorrealismo, inseparable de la pionera actividad del Instituto Nacional de Seguros (INA). Tanto edificó –sigue la voz en off– que sus barrios sumaban “una ciudad del tamaño de Nápoles”. Con todo, ni uno solo de esos quartieri optó por el funcionalismo. Bien al contrario, fueron su crítica construida.
Los arquitectos italianos, que participaron en tromba –un tercio de la profesión, estima David Escudero en su reciente Neorealist Architecture (Routledge, 2023)–, prefirieron las sugerencias tradicionales de la arquitectura nórdica. Así, en Tuscolano III (Adalberto Libera, 1954), Tiburtino (Mario Ridolfi, 1956) y San Basilio (Mario Fiorentino, 1954), presentes en la investigación, la periferia romana se asienta en calles irregulares y cubiertas inclinadas, un pueblo por otros medios.
La muestra habla de escasez y dignidad, y de cómo la arquitectura ayudó a tender puentes entre ambas
La retícula de 3,6 m del Poblado Dirigido de Entrevías (Francisco Javier Sáenz de Oíza, Manuel Sierra y Jaime de Alvear, 1960) parece, por el contrario, una revancha frente al historicismo franquista. Es sólo necesidad. Las presiones del padre Llanos, radicado en las chabolas del Pozo del Tío Raimundo, y las luchas intestinas del gobierno alumbraron una experiencia urgente de autoconstrucción. Con la tutela del estado –de ahí lo de Dirigido–, los inquilinos serían obreros de domingo hasta pagar en calorías el 20% de la vivienda.
De las prisas, la repetición, con un adecuado símil botánico: las casas, de dos alturas, serían hojas, todas iguales, y en la urbanización se adivinaría la variedad de las ramas. Entrevías quedó inconcluso, pero la idea fructificó en Caño Roto (Antonio Vázquez de Castro y José L. Íñiguez de Onzoño, 1963), mezcla de bloques, casas-patio y calles peatonales, y en Orcasitas (Rafael Leoz y Joaquín Ruiz Hervás, 1966), una efímera probeta, demolida en 1984, de rigor modular que terminó por obsesionar a sus creadores.
Siza y las 'ilhas proletárias'
“La calidad es el respeto por el pueblo”. La frase del Che cierra un texto de Álvaro Siza sobre las líneas de acción del SAAL, el Servicio Ambulatorio de Apoyo Local. Surgido en 1974 tras el derrocamiento pacífico de Salazar, proponía colaboraciones entre moradores y arquitectos para el realojo en las Ilhas proletárias, hileras de casitas en el vientre de las manzanas. A Siza no le convencía lo de proyectar al dictado –nunca lo hizo–, pero se dejó arrastrar por el entusiasmo de los alumnos de la escuela de Bellas Artes, entre los que revoloteaba Souto de Moura, futuro amigo y socio.
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Frente al esteticismo romano o la austeridad madrileña, los portuenses (Pedro Ramalho en Antas, Sergio Fernandez en Leal, Siza en São Victor) no produjeron objetos, sino ciudad, sencillos fragmentos urbanos que se apoyaban en lo existente hasta digerir, incluso, las ruinas. El SAAL se suspendió en 1976, dos años que cambiaron vidas.
¿Disputa? En La Virreina hay sangre, sudor y lágrimas –“gente con maldad”, rabia una mujer: han puesto una bomba en el SAAL–, aunque lo que se ve son esencialmente acuerdos, arquitectos e inquilinos unidos contra la miseria y la especulación. Sería ridículo conjugar la muestra en pasado. Puede que en Europa haya menos chabolas, pero tenemos campos de refugiados; hay iluminación en las calles, pero nos cuesta un triunfo pagar la electricidad. En la última sala, unos afiches relatan cómo los portugueses se fueron a contar el SAAL a Italia. Reuniones, mítines, vuelta al principio. Que nadie se rinda.