Para un madrileño no es demasiado importante el haber nacido en Madrid, pero sí gustar de los motes y disfrutar con entereza de las interminables obras de la ciudad, cuanto más tortuosas mejor. Un botón de muestra: el primero de nuestros Borbones, Felipe V, “el Animoso”, era francés, y tras lamentar de manera sospechosamente breve el incendio del Alcázar de los Austrias de 1734 –erigido, a su vez, sobre una ciudadela árabe–, quiso hacerse un palacio barroco a la europea. No le salió según lo previsto.
Se le murió el primer arquitecto, Filippo Juvara, y su discípulo Sachetti planteó un singular edificio en altura en la cornisa de la capital, menos regio que realista y que completarían Ventura Rodríguez, Sabatini y, ya frisando el 1900, Enrique María Repullés. Si se suma la indescriptible catedral, son en total 289 años de reformas que se abrochan ahora con la apertura de Galería de las Colecciones Reales.
El proyecto constituye el epílogo a la trayectoria conjunta de Luis Moreno Mansilla(fallecido en 2012, durante la obra) y Emilio Tuñón. Llevaba terminado desde 2015, pero el último lustro se ha empleado en la instalación museográfica, a cargo de Manuel Blanco.
Columnas salomónicas de 6 metros de altura, una fuente de 9 toneladas. Da un poco de vértigo; tiene su mérito que no resulte intimidante
Los castizos ya han asumido la abstracción de la pieza con proverbial lirismo: “El radiador”. Implica que las tribulaciones pronto pasarán al olvido; buen augurio para una obra que, del primer croquis al último acto, se ha desarrollado en público.
“Lo más importante ya existe; nuestra labor es hacerlo visible”. Así concluían Mansilla y Tuñón la explicación del proyecto allá por 2002, cuando se alzaron con el concurso internacional (el segundo: hubo que repetirlo por orden del juez).
Naturalmente, lo que existía era el conjunto, y tal decisión de hacerlo visible se concretó no tanto en un hito, que para eso ya estaba la Corte, sino en un fragmento de ciudad bajo la Almudena: el auténtico contrafuerte de Madrid.
Entre la explanada de Palacio y el Campo del Moro, las 4 plantas de la Galería pueden recorrerse de arriba abajo en estricto orden cronológico: Austrias, Borbones y exposiciones temporales lucen en espléndidos salones de 100 metros de largo. También es posible llevar la contraria a la gravedad y al calendario gracias a los ascensores que parten desde el otro acceso, en la cuesta de la Vega.
De la Corte al Manzanares, o viceversa, los visitantes disfrutarán de Caravaggio, Velázquez, Mengs –¡ay, El Mediodía!–, carruajes y tapices, columnas salomónicas de 6 metros de altura, una fuente de 9 toneladas y hasta de las murallas de la fortaleza morisca, absorbidas por la nueva edificación. Da un poco de vértigo; tiene su mérito que no resulte intimidante.
Roble, granito, hormigón... El mensaje es muy claro: olviden el aroma versallesco; nada de caprichos
Rasgo habitual en sus autores, la arquitectura de Colecciones Reales presenta un calmo aire de facilidad, como si tras definir ciertas premisas solo hubiese que aplicarlas. Veamos: el formidable esfuerzo de contención de tierras se resuelve a partir de la rigurosa multiplicación de un pórtico rígido, con vigas, pilares e intervalos del mismo tamaño; el ritmo de este trilito pauta, a su vez, las dimensiones de los espacios y hasta de lo expuesto, y termina por expresarse en fachada mediante una segunda capa de prismas pétreos, superpuestos o contrapeados a la estructura para proteger del áspero poniente madrileño.
¿El volumen? La prolongación de las alas del patio de armas. ¿Los materiales? Madera de roble, granito, hormigón blanco; incluso cuando era piel y huesos, ya podía adivinarse el edificio. El mensaje es muy claro: olviden el aroma versallesco; nada de caprichos.
Por supuesto, se trata de una ficción. Basta observar el meticuloso despiece de los acabados o la dimensión de las puertas y las contraventanas (cerca de 8 metros en la sala de los Austrias) para ser conscientes de lo trabajoso que resulta el parecer despreocupado, orillar las fatigas de la tramoya.
Si hay obras que alardean de dar respuestas concretas a necesidades concretas, la Galería prefiere sintetizarse como una pregunta gigantesca y esencial. Su urdimbre es parecida a la del Aleph de Borges, un objeto engañosamente sencillo, capaz de contener abismos.
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Hemos empezado en el cascabeleo y acabado en la metafísica, dejémonos de introspecciones. Colecciones Reales, como toda la cornisa, se asoma al oeste. Desde ahí se ve la Casa de Campo, antiguo coto de caza, y también Vista Alegre, efímera caldera de la izquierda nacional. La primera es aún bonita, porque los reyes siempre han tenido el tiempo y el espacio de su parte. La segunda, pura desgana, obliga a preguntarse si nuestra ciudad puede asumir tanta desdicha, si los restaurantes de cadena y los disfraces de gorila que rondan las cercanías de Palacio acaso son una alucinación goyesca.
Que nos gusta la cultura, ya se sabe. Que no suele ser el motor de nuestro paisaje urbano, también. Cabe desear que este edificio, además de hacer ciudad, nos incite a pensarla con un poco más de vuelo, bien con el ejemplo de su paciencia o porque sus maravillas tengan algo de contagioso.