“¡Date prisa en ser feliz! Un día más y ya no podrás ser amado”. Como si hubiesen recibido el mandato de Chateaubriand, Jacques Herzog y Pierre de Meuron (Basilea, 1950) se dieron a la fuga en el cambio de siglo. Amigos de la infancia y socios desde 1978, optaron a mitad de la vida por una aparente rebelión contra sí mismos.
Sustituyeron así las tersas geometrías de su maestro Aldo Rossi por un desbocado torrente formal del que saldrían algunos de los edificios más asombrosos de las últimas décadas, desde el estadio Olímpico de Pekín (2008) a su garaje multiusos en Miami (2010).
Para escándalo del filisteísmo crítico, sus volúmenes, antes calmos, ahora se rasgaban, se retorcían, levitaban y hasta se desvestían como presos de un aumento de la temperatura. Con todo, seguían fieles a sí mismos y a su incesante querencia experimental. Era el erotismo, antes sometido, lo que se había vuelto explícito.
Suele decirse que Herzog & de Meuron tuvieron trabajo antes que teoría. De ser verdad, hay que reconocerles la inteligencia de simularla sobre la marcha. A partir de pequeños encargos en el área de influencia de Basilea, entre Suiza, Francia y Alemania, armaron un asombroso repertorio conceptual de soluciones constructivas.
Al cumplir medio siglo, Herzog & de Meuron liberaron su sensualidad en exuberantes objetos arquitectónicos, pura excitación visual
Los volúmenes de estos proyectos eran irrelevantes, no tanto su tensión superficial. Su atelier junto al Rin ofrecía un desfile por temporada, una piel para cada ocasión: azul Klein, como su primera casa en Oberwil (1980); tatuadas o en estratos, como los almacenes para Ricola en Laufen (1987) o Mulhouse (1994); gélidas, como la galería Goetz en Múnich (1992); lavadas, como el estudio del artista Rémy Zaugg (1996); y hasta ilusorias, como el muaré de sus centrales ferroviarias en Auf dem Wolf (1994 y 1999).
Este evidente afán estético, fruto de un sostenido interés por el arte, culminaría en dos aproximaciones de ultramar al ready-made. En las bodegas Domino, en California (1997), transformaron en fachada los gaviones de rocas que contienen las tierras en las carreteras de montaña.
Por el contrario, más que un elemento, en la Tate Modern londinense (2000) reutilizaron un edificio al completo, la antigua central eléctrica del Bankside, para desvelar así el potencial ciudadano de los viejos equipamientos industriales. La operación tuvo tal éxito que no sólo les salieron imitadores por doquier –hasta ellos mismos, con su CaixaForum en Madrid (2008) y otra vez la Tate en 2016–, sino que se vieron abocados al estrellato.
Sumaron nuevos socios (Harry Gugger, Christine Binswanger) y en 2001 recogieron el Pritzker con una premonitoria declaración: “La arquitectura solo puede sobrevivir como arquitectura en su diversidad física y sensual, no como vehículo para alguna clase de ideología”.
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Si el amante no puede tocar, se transforma en voyeur. Al cumplir medio siglo y proliferar por el globo, Herzog & de Meuron liberaron su sensualidad en exuberantes objetos arquitectónicos, pura excitación visual.
El desfile de maquetas de su tienda Prada en Aoyama (2003) da buena cuenta de esta nueva etapa de investigación, en ningún sitio más evidente que en la metamorfosis que experimentó su biblioteca de Cottbus (2004) en diez años de proceso: de caja suiza a ameba. Pasaron de los fetiches a los iconos.
Tras el Allianz Arena de Múnich (2005), alumbraron la que acaso sea su obra maestra: el Estadio Nacional en Pekín, con Ai Weiwei. Allí, esa ideología que habían rehuido les trajo una lluvia de críticas por su complicidad con el régimen chino: “Solo un idiota habría dicho que no”, repuso Herzog.
No es necesario ser idiota; los tiempos cambian. Con motivo de la reciente guerra de Ucrania, Herzog & de Meuron han suspendido sus trabajos en Rusia. En Pekín, por su parte, la polvareda dejó un edificio salvaje y desnudo, con algo de zarza ardiente gracias a su fondo rojo; y si su Filarmónica del Elba de Hamburgo (2016) también tuvo su ración de polémica a cuenta de un presupuesto sin frenos, convencieron con sus olas expresionistas y su plaza en altura, fisura entre ladrillo y vidrio.
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Se trata de un propósito ciudadano que exhiben con frecuencia, como pueden comprobar los visitantes del TEA de Tenerife (2009), ágora, museo y biblioteca por el mismo precio, o los usuarios de su polideportivo en la favela de Natal (2014).
Seiscientos proyectos después, Jacques Herzog y Pierre de Meuron han superado ya la frontera de los 70 años. El primero hasta tiene una casita en Tenerife, casi un cliché de jubilado. Sus hitos urbanos más recientes, como la pantalla del museo M+ de Hong Kong (2021), conviven con sorprendentes indicios de melancolía, caso de su metafísica casita-almacén para Vitra (2016).
Tanto da: transiten una u otra senda o las dos, o incluso una inesperada tercera vía, seguirán firmes a las riendas del placer, ahora crepuscular. Quizá estén aún en el tiempo del amor.