“Hacíamos cola para entrar a la vida”. Cuando Alison Margaret Gill (1928-1993) se casó en 1949 con Peter Denham Smithson (1923-2003), ser joven en Inglaterra era un mal negocio. A las cartillas de racionamiento y el rígido sistema de clases se añadía la perenne desconfianza británica hacia la modernidad, frustrante para unos arquitectos recién licenciados. Poco podían sospechar los Smithson, como se les conoció, que dedicarían la vida a ejercer de rompehielos.
Tan iconoclastas como eruditos, tuvieron las mejores y las peores ideas, aunque serían otros colegas más astutos –y puede que más diestros– quienes sacaron provecho de sus invenciones. Es la condena del revolucionario: crear nuevas realidades, pero no ser capaz de gobernarlas.
La Escuela Secundaria de Hunstanton (1949-1954) ilustra bien la paradoja. Con sus perfiles de acero visto y su silueta tendida, el proyecto parecía un homenaje al clasicismo fabril de Mies van der Rohe. La sorpresa vino cuando se publicaron las fotografías del edificio. Tomadas por su amigo Nigel Henderson, alentaban cierta impudicia: ni un revestimiento, hasta los desagües de los lavabos a la vista. Esa franqueza que impactó al historiador Reyner Banham, adalid del Nuevo Brutalismo, también confinaría buena parte de su producción al papel.
Tan iconoclastas como eruditos, tuvieron las mejores y las peores ideas, aunque serían otros quienes sacaron provecho de sus invenciones
Uno de sus concursos de la época, las viviendas en Golden Lane (1952), centraba ese interés por lo espontáneo al hacer de las pasarelas de acceso unos mentideros, unas ‘calles en el aire’. Las concretarían 20 años después en sus bloques de Robin Hood Gardens para comprobar, estupefactos, que la ocurrencia no era precisamente celestial, sino desastrosa. Comenzaron a demolerse en 2017.
Tanto Banham como Henderson formaban parte de una tupida red de amistades que, en la órbita del Institute of Contemporary Art, agrupaba comisarios (Lawrence Alloway), artistas (Richard Hamilton, Eduardo Paolozzi) y arquitectos (Colin St. John Wilson, James Stirling). Disconformes con ese ambiente envarado, los jóvenes airados fomentaron en 1952 un círculo de intercambio tan influyente como efímero: el Independent Group.
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En sus márgenes, los Smithson trascendieron el ámbito de la arquitectura con dos exposiciones. En Parallel of Life and Art (1953), con Henderson y Paolozzi, propusieron una constelación flotante de imágenes, de la cronofotografía al microscopio. Se juntarían de nuevo en agosto de 1956 para tomar parte de la histórica This is Tomorrow, en la Whitechapel Art Gallery. Entre efigies de Marilyn y de Robbie, el robot de Planeta prohibido, la muestra parecía orillar las penurias de la posguerra… hasta llegar al grupo 6: los Smithson y sus compinches. Bajo el título Patio & Pavilion, presentaron un desvencijado cobertizo entre runas y metales oxidados, puro desasosiego en la era nuclear.
Es tanto más chocante si se piensa que estos arquitectos venían de hacer justo lo contrario. Proyectada por encargo del Daily Mail, su Casa del Futuro –autoría de Alison– imaginaba una vivienda de 1980. La respuesta era una sinuosa arquitectura carenada y sin tabiques en torno a un jardín, de un blanco solo alterado por el carmesí de los muebles y la bañera. Para colmo, ese mismo 1956 publicaron “Pero hoy coleccionamos anuncios”, un artículo en el que pescaron un sintagma inédito, Arte Pop, que volverían a echar al río una vez lanzado al mundo. No mires atrás.
El consumismo de esa nueva era no casaba con el compromiso crítico de los Smithson, en ningún aspecto más patente que en su intenso entendimiento de la ciudad. Asunto cardinal en la Europa de los 1950, en plena reconstrucción, la postura por defecto de los maestros modernos seguía al dedillo la Carta de Atenas: trabajo, vivienda, ocio y circulación por separado, la eficiencia ante todo. Sin embargo, el feroz realismo de los Smithson y sus jóvenes colegas del continente, desde el holandés Aldo van Eyck al italiano Giancarlo de Carlo, se opuso con rotundidad: no había nada más importante que los espacios de relación, atrapar la vida cotidiana.
Esa es la sustancia de su proyecto más logrado: la sede de The Economist en St James's Street (1959-1964). El Londres georgiano era un entorno, por así decirlo, tradicional: Boodle's, el club vecino al solar, hervía las monedas de su caja por si algún cliente se veía obligado a tocarlas. Allí, los Smithson afrontaron el desafío de construir un nuevo conjunto de oficinas, apartamentos y locales. No hicieron un edificio, sino tres: un lugar. Dividieron el programa en una agrupación pintoresca en torno a una plaza que oxigenaba el tejido histórico.
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El resultado está lleno de sutilezas: aunque las fachadas parecen iguales, se adecúan a la escala de cada volumen; la aspereza de la construcción se matiza por el empleo de la piedra de Portland; la cota de la plataforma está calculada al milímetro –Peter, un perfeccionista, la quiso 30 cm más baja–. Escenario del Blow Up de Antonioni, ha quedado un tanto solitaria, lejos del ágora que anhelaban sus arquitectos. Hoy en día, se ha rebautizado en su honor.
En retrospectiva, se trata de un reconocimiento un tanto vacuo. 1968 fue su annus horribilis: les cancelaron el encargo de la embajada del Reino Unido en Brasilia y las protestas del mayo francés impidieron la apertura de su instalación para la Trienal de Milán. También su biblioteca Pahlavi en Irán (1978) quedó abortada por la llegada al poder de Jomeini.
Hay un momento en la vida en el que dejas de hacer la revolución y pasan a hacértela a ti. Como demostrarían sus discutibles edificios para la Universidad de Bath (de 1978 en adelante), los Smithson, sin urgencias, carecían de propósito. Pocos pueden evocar los templos griegos y, acto seguido, abordar el espacio doméstico con la ayuda de los conejitos de Beatrix Potter. Quizá la naturalidad que anhelaban no podía diseñarse. Fueron los arquitectos que sabían demasiado.