Imagen de 'The Brutalist'. Foto: Universal

Imagen de 'The Brutalist'. Foto: Universal

Arquitectura

'The Brutalist', arquitectura con licencias

El estreno del multipremiado filme de Brady Corbet es una buena oportunidad para reflexionar sobre lo que podemos pedirle a las películas que hacen de la arquitectura su telón de fondo.

Más información: 'The Brutalist', un impagable monumento cinematográfico sobre las arquitecturas invertidas de América

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Dice Haruki Murakami que los escritores, tan cainitas en sus camarillas, suelen tener simpatía por los intrusos y hasta por los aficionados, probablemente a causa de su interés sincero por el trabajo que les ocupa los días. Esa mirada limpia sería bienvenida en el mundillo de los arquitectos para enfrentarse a The Brutalist.

El filme de Brady Corbet parece no haber sentado demasiado bien entre los especialistas, obsesionados en señalar sus inexactitudes y estereotipos. Conviene tomárselo con filosofía, para no abrir otra brecha más entre lo que la sociedad abraza con atención y premios y lo que la arquitectura considera apropiado contar de sí misma.

Hablemos sin spoilers de la película. Es de suponer que ya sabrán de su duración desmesurada, 215 minutos con intermedio incluido, y de su historia, un punto folletinesca. Sin desvelar demasiado y tras una obertura magistral, sus dos partes abarcan desde 1947 a 1960 y desgranan las idas y venidas entre László Tóth (Adrien Brody), un ficticio arquitecto húngaro, superviviente del Holocausto, y su némesis, Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un mecenas norteamericano que le encarga un centro comunitario en honor a su difunta madre. Tóth vivirá y trabajará en sus terrenos, mientras trata de reencontrarse con su mujer Erzsébet (Felicity Jones) y su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy), que escaparon también del exterminio pero continúan retenidas en Europa.

Con estos mimbres y durante casi cuatro horas, The Brutalist habla de inmigración, antisemitismo, traumas y sueños que se tornan pesadillas, y hasta de ser drogadicto y funcional, pero bastante menos de arquitectura de lo que podría parecer. Probablemente, ese papel secundario haya espoleado las críticas, que se concentran, sobre todo, en dos aspectos: los hechos documentales y lo que el personaje dice y hace en pantalla.

Para lo primero, Corbet y su coguionista Mona Fastvold contaron con el asesoramiento de Jean Louis-Cohen, el reconocido historiador de arquitectura fallecido en 2023, pero conviene dejar claro —por tercera vez— que, por mucho que se usen datos reales, lo que se cuenta no lo es. Los creadores han dejado caer el nombre de Marcel Breuer, arquitecto tan húngaro, judío y educado en la Bauhaus como su protagonista, y hasta le copian una silla en voladizo: “Parece un triciclo”, le espeta alguien a Tóth, con no poca sorna.

El filme de Brady Corbet parece no haber sentado demasiado bien entre los especialistas, obsesionados en señalar sus inexactitudes y estereotipos

Sin embargo, los parecidos terminan ahí. Breuer llegó a América en 1937, diez años antes que nuestro hombre, y su trayectoria contó con el apoyo de las redes académicas y profesionales de la Bauhaus. Tóth, por el contrario —se insiste a lo largo del metraje— es pobre y está solo, oprimido, alienado, de modo que tampoco valen los paralelismos con su colega cinematográfico más popular: Howard Roark, el macho alfa de El manantial de King Vidor (1949).

El título es también una invención: "El brutalista" solo podría serlo a posteriori. La construcción del centro sobre el que gravita la trama arranca hacia 1952, pero en nuestra realidad no existen huellas escritas del Brutalismo hasta tres años después, diciembre de 1955, tras la aparición de un artículo del crítico británico Reyner Banham en las páginas de The Architectural Review.

Conforme a los rasgos más superficiales del término, el personaje insiste mucho en que el hormigón visto no necesita revestimientos —una metáfora de su propia integridad— y traza volúmenes puros, rotundos, pero se trata de ideas desarticuladas que no se enhebran con su tiempo, como si proviniesen de su propia cabeza. En casi cuatro horas, Tóth no abre una sola revista ni menciona a ninguno de sus coetáneos, y hasta se sorprende de que, abracadabra, su propia obra haya sido publicada, en abierta contradicción con la obsesión mediática y las ansiedades de influencia de los arquitectos de la modernidad.

The Brutalist es mejor cuanto más se deja llevar por sus imágenes, que poseen una fuerza innegable. Como ya decía Carlos Reviriego hace unos días, la primera secuencia, en la que nuestro protagonista surge de las entrañas de un buque para encontrarse con una Estatua de la Libertad invertida, es puro asombro en VistaVision. Sus resonancias constructivistas se replican en unos títulos de crédito deudores de El Lissitzky y Herbert Bayer, así como de la Nueva Tipografía de Jan Tschichold y que los nazis, por cierto, consideraron tan antialemana como la arquitectura de la Bauhaus.

Adrien Brody, Isaach De Bankolé y Guy Pearce, en 'The Brutalist'

Adrien Brody, Isaach De Bankolé y Guy Pearce, en 'The Brutalist'

También el preciso encuadre de un puente grúa en Filadelfia remite a las fotografías del libro de Werner Lindner Der Ingenieurbauten in ihrer guten Gestaltung (Las construcciones ingenieriles en su buena configuración, 1923), ampliamente difundido en la Europa germanoparlante de la que proviene Tóth.

Por último, la primera obra que vemos de nuestro protagonista, la biblioteca de su mecenas Van Buren, tiene un parecido más que casual con la ligereza aerodinámica de Richard Neutra, otro judío europeo y emigrado. (Por cierto, lo primero que hace el arquitecto es duplicar el presupuesto; hagan de ese dato lo que quieran.)

Esa biblioteca, con unas branquias que protegen los libros del sol, es un acierto rotundo y también el único espacio que se filma con claridad descriptiva. A partir de ese momento y muy en especial en el centro que construye para Van Buren, el trabajo de Tóth se nos muestra como una suma de estancias inconexas que no tendrían sentido dentro de un mismo edificio.

Cabe pensar que lo ajustado del presupuesto del filme, menos de 10 millones de dólares, tiene bastante que ver en esta sobreabundancia de contrapicados y planos medios: hay pocas cosas más baratas que el cielo y las texturas. Sin embargo, el problema es un poco más profundo.

Judy Becker, la diseñadora de producción —una habitual de Todd Haynes que trabajó en Sublet (1991), de Chus Gutiérrez—, reconoce no haber buscado demasiadas referencias para crear esas arquitecturas ficticias. Se nota: al ojo entrenado, el pesado hermetismo de sus volúmenes le parecerán un remedo torpe y simétrico de los Arquitectones suprematistas de Málevich, demasiado decepcionante para sustentar la pretendida genialidad de Tóth.

Las noticias de que las obras que vemos en pantalla se han creado con inteligencia artificial han levantado cierta polvareda, y es comprensible, porque la credibilidad se resiente al dejar en piloto automático el trabajo por el que se desvive nuestro arquitecto. 

Esa distancia entre la verdad y lo creíble es lo que no parecen asumir algunas de las críticas. En un episodio reciente del pódcast Architecture Writers Anonymous, "Why The Brutalist is a terrible movie", Mark Lamster, plumilla del Dallas Morning News, venía a decir que la del arquitecto quizá no sea la más cinematográfica de las profesiones, porque es muy aburrida.

Bajo ese prisma, el problema del filme de Corbet no es que trate de manera inadecuada la profesión, ni su aislamiento cultural, ni que Tóth renuncie a sus honorarios por acabar un edificio como él quiere, ni que su obra no sea muy buena, sino que el relato no se somete a un criterio de concordancia con lo real, con reuniones interminables, detalles técnicos, presupuestos y manchas de café. Es como si a estas alturas no supiéramos que la veracidad de una película no proviene de levantar acta notarial de los hechos, sino de cómo operan en la narración y del potencial arrebatador de sus imágenes, aspectos en los que, cabe afirmar, The Brutalist sale más que airosa.

Adrien Brody, en una escena de la película

Adrien Brody, en una escena de la película

Tras esas licencias cabe enmarcar uno de los mensajes más interesantes de la cinta, que alude a lo cambiante y equívoco de los símbolos. Al principio, el protagonista habla sobre la pervivencia de sus edificios, y de cómo al resistir la guerra han trascendido su función inicial para convertirse en eco de un tiempo de revoluciones. Son palabras que vienen a nuestra memoria en el tramo final, cuando la obra que ha ocupado la peripecia del filme cambia de significado tras una catarsis que conviene no desvelar.

El espectador se quedará pensando cómo lo que había sido motivo de celebración se verá, desde ese momento y para siempre, de manera muy distinta. Hubiera bastado con esa sugerencia, pero el epílogo veneciano cae en el error del subrayado y abarata el mensaje al hacer de Tóth poco menos que un delineante espacial de sus traumas, como si se le hubieran indigestado un par de libros de Foucault.

Pero ni las deudas intelectual(oid)es de los directores ni la banalidad ocasional de la dirección de arte dan al traste con el resultado. The Brutalist no es, ni parece que pretenda ser, un Vitruvio en cine, y precisamente por eso hay que ser indulgente con sus defectos para apreciar el valor de sus apuestas. A fin de cuentas, la arquitectura no tiene tantas oportunidades de ocupar el centro de la escena, de discutir con erudición su propia historia y de educar y educarse, en definitiva, sobre la importancia de construir nuestras vidas.