Arte internacional

Kandinsky impenetrable

The Path to Abstraction

6 julio, 2006 02:00

Composition VII, 1913

Tate Modern. Bankside. Londres. Hasta el 1 de octubre

Un meneo, un temblor, una pizca de rojo, una mancha azul. Muchos ángulos y horizontes, relámpagos zigzagueantes y extraños arco iris. Por aquí una red y algo puntiagudo, ahora una cosa borrosa y unos excéntricos anillos de colores. Pasan demasiadas cosas en los cuadros de Kandinsky, demasiadas formas, demasiados colores, demasiada actividad en un espacio pintado que ya está lleno a rebosar de auras, de nubes, de sonidos y de vibraciones, de tantas cosas ocultistas y teosóficas. No entiendo nada. ¿Están seguros de que no está al revés? Supuestamente, fue el propio Wassily Kandinsky quien, al ver una de sus primeras pinturas puesta de lado, se dio cuenta de que el tema era lo de menos. Lo importante eran las vibraciones espirituales, el sonido y los sentimientos interiores del cuadro. ésta fue sólo una de las varias epifanías que afectaron al joven artista, que nació en Moscú en 1866 y se inició tarde en la pintura, tras haber estudiado derecho. Resultaría importante un estudio etnográfico sobre el derecho del campesinado que realizó con la tribu pagana de los Cirianos en Siberia, donde descubrió un vitalista arte popular que no se parecía a nada de lo que podía haber visto antes un joven burgués moscovita. Poco después de acabar su doctorado, Kandinsky rechazó una cátedra para dedicarse a la pintura a tiempo completo. Ese mismo año vio en Moscú un cuadro de Monet de un pajar. Estuvo mirándolo varios minutos antes de darse cuenta de lo que representaba. Uno puede imaginarse este desconcertante momento de incomprensión, durante el cual la mente de Kandinsky se puso a trabajar a toda máquina, mientras algo cambiaba dentro de él. Poco después, asistió a una representación del Lohengrin de Wagner en el Bolshoi y se rindió ante la sinestesia: experimentó la música como colores, formas y líneas que se dibujaban alocadamente ante él. Al poco tiempo, se trasladó a Munich.

Todo esto nos lo dice el catálogo de Kandinsky: The Path to Abstraction (Kandisky: el camino a la abstracción), la mayor y más importante muestra de sus obras que se haya hecho nunca en el Reino Unido, donde no se habían visto hasta ahora casi ninguna de ellas. La muestra no empieza justo al principio de la carrera de Kandinsky, ni nos lleva hasta su final en 1944. La exposición de la Tate Modern se centra en la década y media que va de 1908 a 1921, empezando por el período que Kandinsky pasó en Murnau, en los Alpes bávaros, donde pintó el paisaje local y realizó cuadros de la Rusia que recordaba. Pasó la mayor parte de la I Guerra Mundial en su país natal y regresó del Moscú revolucionario en 1921. Tras perder sus tierras y su fortuna, Kandinsky tuvo que abandonar muchos de sus revolucionarios cuadros abstractos.

Es una exposición fascinante, incluso para aquellos, entre los que me incluyo, a los que Kandinsky siempre les ha resultado complicado. La faceta teosófica y espiritualista de Kandinsky no es lo único que chirría; después de todo, muchos artistas, desde Mondrian hasta la maravillosa y recién redescubierta Hilma af Klint, compartieron las mismas creencias a principios del siglo XX. Más tarde, Joseph Beuys también se vería muy influido, a su manera, por las enseñanzas de Rudolf Steiner (igual que Kandinsky tras escuchar una charla de este último en 1909). Pero Kandinsky resulta problemático de una manera en que Mondrian nunca lo es. Uno puede leer un Mondrian y seguir su pensamiento pictórico mientras va perdiéndose y encontrándose en sus celosías pintadas. Mientras Mondrian es concreto y tangible, Kandinsky es incomprensible y opaco.

La dificultad de Kandinsky radica tanto en sus cuadros como en sus escritos. Más de 60 años después de su muerte, Kandinsky sigue siendo impenetrable. Podría ser que el atractivo de Kandinsky resida en gran parte en lo que oculta: si su arte parece esconder algo, entonces sin duda guarda un secreto que merece la pena descubrir. O muchos secretos. Los cuadros abstractos de Kandinsky también son el origen de descabelladas suposiciones. Si van a www.wikipedia.org y pinchan la entrada del artista, descubrirán que en uno de sus cuadros aparece una cara de Lenin de perfil (¿es una nube, es una barba?), y, algo aún menos probable, que en la parte inferior izquierda de Composición VI (1912) aparece un retrato de Hitler. Daría miedo, si no fuese absurdo. Se parece mucho a lo de encontrar caras en las nubes. Los autores del actual catálogo no han sido inmunes a estas especulaciones, y uno puede imaginarse a los especialistas en Kandinsky (por no hablar de los hipnotizados aficionados como usted y como yo) pasándose años discutiendo sobre esos símbolos ocultos.

He examinado cada centímetro de las obras de la exposición en busca de los san Jorges, los dragones, las troikas y los trombones que, según dice Reinhard Zimmerman en el texto del catálogo, están ahí. En cuanto los encuentro me asalta la duda y tampoco creo que ésta sea la mejor manera de observarlos. No creo que los cuadros de Kandinsky estén pensados como juegos de encontrar al dragón. Los cosacos y los símbolos existen más para Kandinsky que para nosotros. También he intentado, sin éxito, encontrar la lógica oculta tras las relaciones del color de Kandinsky, las esferas, los personajes, las familias y los acordes cromáticos descritos por Bruno Haas, también en el catálogo. Y no dejo de preguntarme si escribe sobre los mismos cuadros que estoy viendo. Sí lo hace, pero él los percibe de otra manera.

En cuanto uno va más allá de los fenómenos físicos, de los efectos que tienen los colores sobre los conos y los bastoncillos del ojo humano, se introduce en un territorio de experiencias subjetivas. El color pintado no puede ser entendido de la misma manera que la luz coloreada. Goethe, Itten, Albers y muchos otros han intentado formular teorías del color. Aunque uno puede hablar de calidez y de frío, de recesión y de ataque, de volumen, de saturación y de contraste, el color en la pintura es relacional. La sinestesia de Kandinsky complicó algo que ya era imposible de cuantificar.

Con frecuencia, el problema con el color de Kandinsky es simplemente que hay demasiado, demasiadas zonas cromáticas que se anulan unas a otras. Es posible que intentase conseguir el equivalente pictórico de Schonberg (con quien se carteaba), así como emular la experiencia, presente en el arte del campesinado ruso, de estar rodeado de color y cánones y simbolismo, pero a menudo acababa con una especie de papilla óptica, especialmente cuando buscaba efectos condensados, caleidoscópicos. Cuanto más espacio deja para que el color respire mejores son sus cuadros.

Según se fue alejando de la descripción de una realidad perceptible -las colinas y casas de Murnau, su clima, árboles y luz- y empezó a crear un simbolismo abstracto de cañones y torres, de figuras, de caballos, de diluvios y de visiones apocalípticas, Kandinsky se adentró en un mundo de extrema ambigöedad. Hoy estamos acostumbrados a la abstracción, y nos damos cuenta de que no hay que preguntar lo que significa una forma o una colisión entre colores. Nos dejamos llevar. En sus lienzos de mayor tamaño, Kandinsky empezó a tratar los cuadros menos como imágenes y más como eventos. Aquí es cuando las composiciones de su última fase funcionan mejor.

Pero en sus peores momentos, Kandinsky tiene el espantoso don de sacar a la luz al filisteo que llevo dentro. Además del mérito de llevar la pintura hacia la abstracción, también le corresponde el de proporcionar el modelo para el arte abstracto como masa caótica, la clase de cosa ante la que se plantan los inocentes exasperados, pidiendo a gritos una explicación. El ejemplo de Kandinsky ha desembocado en un arte terriblemente malo, abstractos mustios que dan vueltas sin rumbo, así como los rombos respingones y caricaturescos, las cuñas en forma de boomerang y los brillantes ovoides de la abstracción de entre guerras. Y al igual que Zelig, Kandinsky parece haber conocido a todo el mundo y estado en todas partes. Su arte y su pensamiento demuestran lo omnívoro que era como artista, moviéndose sin parar. A lo mejor fue su apertura de miras lo que dejó que se colase toda esa charlatanería teosófica.

El camino que tomó Kandinsky llevó a Pollock y a Gorky a un montón de aburridas sandeces místicas sobre el arte abstracto y el alma, y a hectáreas de cuadros horrorosos en los que se pone una chapuza en una esquina, algo fuerte y cool en otra y una especie de tentetieso en otro sitio. Siempre se le puede echar la culpa a Kandinsky, aunque no se lo merezca. Las reproducciones en carteles de las pinturas de Kandinsky, como las de Rothko, hoy se ven por todas partes, y uno no para de encontrárselas en pasillos de hospitales, en habitaciones de estudiantes y en la sala de espera del psicólogo. Han alcanzado una especie de universalidad que habría complacido al artista. El que gran parte de los cuadros de Kandinsky, lejos de ser tranquilizantes y ayudarnos a autoafirmarnos, sean desorientadores y catastróficos, es algo que parece escapárseles a muchos.

Se ha insinuado que las primeras abstracciones de Kandinsky contenían no sólo indicios de desastre, sino también premoniciones de la I Guerra Mundial. El propio artista no fue inmune a las especulaciones apocalípticas y pensaba que el mundo se podía acabar en torno al año 2000. Si Kandinsky tenía la sensación de que el fin era inminente, no pensaba en el fin de la pintura, cómico y ensayado hasta la saciedad, que él contribuyó a anunciar. Quizá debería relajarme y dejarme ir, dejar que sus pinturas me absorban, pero no puedo.