Laura Lima: Puxador (Pilares), 2011
La argentina Victoria Noorthoorn ha ideado para esta 11 Bienal de Lyon una gran exposición. Son 70 artistas, la mayoría de Europa, África y Latinoamérica, quienes ocupan los 14.000 metros cuadrados de las cuatro sedes oficiales.
Noorthoorn parte de un poema de WB Yeats, Easter, 1916, que versa sobre la insurrección de los nacionalistas irlandeses frente al poder británico. El poeta, que no apoyaba la violencia, admiraba sin embargo la voluntad de cambio de sus compatriotas, un acceso de orgullo patrio que en este caso describió como "la terrible belleza que acaba de nacer", a la que alude el título de la exposición. Noorthoorn recupera ese estado de excitación de Yeats, el fogoso entusiasmo con el que se vislumbra la posibilidad del cambio, el cosquilleo entre inquietante y gozoso que dimana de la incertidumbre ante lo que está por venir. La ambición de transformar el mundo se hace visible desde un tono pretendidamente lírico que aglutina todo el conjunto.
La comisaria ha querido mantener una distancia con respecto a su propio discurso, y ha creado un espacio abierto en el que nos movemos con total libertad. Este ha sido su principal acierto. Esto no es Estambul, en la que una tupida y evidente malla argumental atrap al espectador maniatándolo y dirigiéndolo en exceso; ni la Venecia de Curiger, que pecaba de todo lo contrario en su vacuidad y su intrascendencia. Lyon nos ofrece pistas para encontrar nuestro propio camino, con una constelación de trabajos enhebrados mediante vínculos formales y conceptuales que sólo se nos insinúan, sin ser ninguno rotunda e interesadamente impuesto.
Un primer acto perfecto
En la planta baja de la Sucriére, se concentran todas las virtudes de esta bienal. Nos reciben los telones de Ulla van Brandenburg, que atravesamos para ingresar en el espacio principal. Se nos sugiere, claramente, la idea de escenario, la posibilidad de trascender la norma a través del arte. Es lo que parece decirnos Tracey Rose, una joven artista surafricana que parodió el himno nacional israelí en el propio país hebreo: aunque corras cierto riesgo siempre es saludable esquivar los dogmas. La artista brasileña Laura Lima proyecta un sentir próximo en una performance que quiere transgredir, desde la metáfora, la arquitectura del lugar. Junto a él, un vídeo de Guillaume Leblon nos muestra imágenes de materiales viscosos que conforman una superficie imprecisa y deslizante. Son como arenas movedizas, un terreno delicado en el que no es fácil moverse. Más conceptual, pero igualmente revelador, es el vídeo de Zbynek Baladrán, que presenta diagramas que nos explican la cantidad de cosas que puede ser una exposición de arte, tantas como modelos existen para entender el universo. Su lista es rica y extensa.
En el fondo de la sala, deslumbra la adaptación de una pieza de Beckett, Breath, una obra firmada en 1969 que remite a los principios básicos que nos confieren vida, la inhalación y la exhalación, como sugiriendo que retrocedamos hasta el origen de todo y empecemos a renegociar nuestro lugar en el mundo. Igualmente poderosa en lo metafórico, pero en las antípodas de la desnudez formal de Beckett, el joven argentino Eduardo Basualdo resuelve una ambiciosa instalación en la sala final de la planta que representa un pequeño lago que se vacía y vuelve a llenarse cíclicamente. Hay algo mágico en el trabajo, y una referencia velada a la fragilidad de todo. Con él se cierra un impecable primer acto de la bienal.
Hacia una lectura ma´s poli´tica
El resto de los espacios en La Sucriére no tienen la intensidad de esta primera planta pero hay diálogos también interesantes, como el de Katinka Bock y Erika Verzutti, alemana y brasileña, ambas excelentes propuestas escultóricas. En el segundo y tercer piso la trama adquiere un tono más político, con frecuentes alusiones al poder necesario de la utopía. Nada está aquí del todo disociado de lo que ocurre en la planta baja, y en seguida nos topamos con sendas piezas de gran formato de Robert Filiou y Erick Beltrán, dueños de una dialéctica de orden cosmológico que pretende desvelar los mecanismos internos que mueven el mundo.
En una atmósfera similar se encuentran los trabajos que pueden verse en la Fundación Bullukian, sobre todo la construcción de las célebres cúpulas de Buckminster Fuller o los diseños de Yona Friedman, que alumbran posibles mejoras en la organización social de las ciudades.
Los espacios del Museo de Arte Contemporáneo son mucho más convencionales y el recorrido adolece de ello. Aún así, hay propuestas ambiciosas como la de Gabriel Sierra que, como Laura Lima en La Sucriére, propone alternativas a los espacios asignados. No han de perder de vista a la joven checa Eva Kotátkova, que reflexiona sobre la memoria del sistema pedagógico soviético a través de muy sugerentes soluciones formales, aunque ha sido algo ambiciosa en su montaje, excesivamente recargado (también lo es su stand en Fireze así que debe ser algo bien imbricado en el trabajo). Deténganse ante los extraordinarios dibujos de Bernardo Ortiz, que abre el camino a una zona de trabajos geométricos de diferentes momentos que están de algún modo imbuidos de cierta mística y son decididamente reminiscentes del espíritu moderno. Prefiero esta parte de la exposición a esa otra del piso de arriba con la famosa Bruja de Cildo Meireles, que atesta todo un espacio con 6.000 kms. de hilo negro. La pieza sirve de contexto para otros trabajos, es elocuente la dualidad abstracción-representación, pero hay artistas, como Marina de Caro, también presente en La Sucriére, que no aguantan bien el tipo. Y es que la bienal despierta mayor interés en la sutil relación conceptual entre los trabajos que ofrece La Sucriére que en la formalista y excesivamente barroca intervención de ciertos espacios en el MAC o la antigua fábrica de seda.