Giant Triple Mushrooms, 2010
El New Museum es uno de los lugares para el arte contemporáneo más populares de Nueva York, aunque a su alrededor se concentran muchos de los tópicos (y vicios) recurrentes de la cultura en general y del arte contemporáneo en particular. Arquitectos aclamados que contribuyen al progresivo aburguesamiento de un barrio antes degradado a través de un edificio referencial y emblemático; una programación enfocada a las principales figuras internacionales que no hayan tenido aún una individual institucional en el país, algo que, de algún modo, limita; una excesiva connivencia con el mercado y el poder, flagrante en más de un sonado conflicto de intereses; y, en general, una aproximación más bien ligera a los diferentes aspectos que definen la contemporaneidad y la historia del arte de las últimas décadas. La reciente Ostalgia, una lectura de lo que la etapa comunista dejó tras de sí, constituye un buen ejemplo.Se acaba de inaugurar una exposición dedicada a Carsten Höller. Nacido en Bruselas en 1961 y residente entre Estocolmo y Ghana, su trabajo quiere tender puentes entre el arte y la ciencia. Entomólogo de formación y especializado en los sistemas de comunicación entre insectos, Höller empuja al público al encuentro de impresiones y sensaciones de carácter físico y perceptual. Más que un artista visual es alguien que genera dispositivos de apreciación de estímulos. Se desenvuelve el belga con soltura en la incertidumbre, que traslada a la totalidad de la experiencia que propone. El espectador se aproxima con escepticismo y sale de ella con parecido recelo. Höller tiene siempre presente su pasado científico, pero el suyo es un rigor relativo. A la necesidad de descender verticalmente y con rigor al fondo de la cuestión, el artista contrapone la horizontalidad del diletante pues puede ser zoólogo un día y óptico el siguiente. El arte otorga esa libertad, pero hasta en el propio contexto del arte, su trabajo es sorprendentemente heterogéneo.
Los conceptos esenciales que dan forma a su obra, la experimentación y una profunda inclinación hacia el concepto de entretenimiento, son heredados de la época ilustrada, y, paradójicamente, provocan en el visitante sentimientos irracionales que a menudo escapan a su propio control. Por uno de sus conocidos toboganes nos deslizamos de la cuarta a la segunda planta (con la consiguiente perforación del suelo de dos pisos). Es, sugiere el artista, una forma de sortear el tedio, un espacio y un momento que no exigen una interpretación, un pensamiento. Una desconexión absoluta, breve pero total. En una conversación transcrita en el catálogo, se habla de la participación sin mensaje, o, mejor, de la participación como mensaje, que caracteriza la estética relacional de la que Höller formó parte activa, algo que se adecúa con naturalidad a las sensaciones que desprende el viaje trepidante por las entrañas del New Museum: nos precipitamos, todos juntos, al vacío de un espectáculo superlativo.
El público que acude a una exposición de Höller es usuario y cobaya a un mismo tiempo. Sus grandes instalaciones son micromundos que se extienden en el tiempo y en los que Höller explora el desarrollo vital de animales y otros seres vivos y su comportamiento en entornos atípicos. Todo en Höller es un hábitat insólito. Es un ejercicio de discernimiento mutuo que no acaba de conectar con el espectador desde una perspectiva intelectual. Sí lo hace desde fulminantes impulsos perceptivos que nos arrojan a un extrañamiento unas veces seductor, otras inquietante, pero, por lo general, fácilmente superable.