Les Amants, 1928 (MoMA, Nueva York)

Albertina. Albertinaplatz, 1. Viena. Hasta el 26 de febrero.

Esta extraordinaria exposición recorre todas las etapas del artista, un pintor de enorme habilidad en el manejo de las ideas, sagaz y conceptual.

En tiempos como éstos, en los que la verdad es coto de nadie y anhelo imposible de todos, adentrarse en el mundo de René Magritte (1898-1967) es una experiencia más que recomendable. Qué actuales resultan las imágenes de este artista belga, para quien pintar fue sólo la herramienta con la que lanzar sobre un plano un ideario torrencial y lúcido sobre el problema de la representación, adelantándose al elenco descomunal de artistas que han urdido sus discursos sobre los deslizantes negociados de lo real. No fue Magritte un buen pintor porque no quiso serlo. No era ésa la batalla de los surrealistas, a cuya facción parisién frecuentó hasta su desencuentro con Breton a finales de la década de los 20. Su estilo fue impersonal y más bien frío, pues prevaleció siempre la voluntad de hacer circular el pensamiento a cualquier otro aspecto de naturaleza emocional o evocadora. Fue Magritte un pintor del intelecto, un artista de enorme habilidad en el manejo de las ideas, sagaz y profundamente conceptual.



Esta que recala ahora, más completa, en la Fundación Albertina de Viena procedente de la Tate de Liverpool, con quien ha sido coproducida, es una exposición extraordinaria. Recorre todas las etapas del artista y se detiene especialmente ante lo realizado entre 1926 y 1930, un lustro de furiosa actividad en el que pudo realizar más de 300 pinturas y avanzar muchos de los que serían sus mayores logros. Fue entonces cuando estuvo en París, en uno de sus escasos viajes fuera de Bélgica, pues vivió buena parte de su vida en un barrio de las afueras de Bruselas.



Muchos de los cuadros de esta primera época se entienden en clave puramente surrealista. Son muy conscientes del automatismo y de lo onírico, si bien en ellos Magritte camina ya hacia muchas de sus obsesiones más personales. En 1927 pinta Les surprises et l'Ocean, un cuadro en el que se derrite el rostro de una mujer, un recurso iconográfico frecuente entre los surrealistas. Pero a través de esta cara derretida avanza hacia la idea de anonimato, de la evaporación del sujeto, uno de sus temas emblemáticos, en el que explora los estereotipos masculinos burgueses de su tiempo que derivarían en sus pinturas de personajes trajeados y calados con bombín, clones anodinos que encarnan el convencionalismo y la estrechez de miras que detestaba el pintor. Adoptó el artista una postura ambivalente y a menudo desconcertante ante el espectro social, pues decidió utilizar esa misma vestimenta para confundirse con la masa burguesa. Escogió, también, una forma de pintar plana y desapegada, que ocultara todo signo de subjetividad, él que tenía bien cultivada su propia opinión como artista. Y eligió, en suma -aquí reside una de sus grandes paradojas-, ser uno más para, desde el corazón mismo del problema, tomar mayor distancia y fundar sus argumentos con mayor solidez.



Al utilizar un estilo neutro, o no estilo, como el de los carteles publicitarios que realizó al margen de la pintura para ganarse la vida, el artista prefigura algunas de las estrategias utilizadas en el vértice final de la modernidad, ya en los sesenta, cuando la autoría y la identidad artística se diluían en pos de la obsesión objetiva. Resulta sintomático que afirmara que era "incapaz de pintar sin tener la imagen plenamente fijada en la mente". Cuando leemos las proclamas conceptuales de Lawrence Weiner sobre la necesidad o no de "fabricar" la obra de arte es fácil escuchar el eco de Magritte. El dilema de la representación se instauró pronto entre los intereses centrales del artista. En 1929 pintó cuadros como Le miroir magique y escribió Les mots et les images, un tratado indispensable en el que concluía que las ideas, las imágenes y las palabras eran diferentes soluciones derivadas de un mismo problema: el pensamiento. Tanto daban unas y otras, su orden o su sola presencia, pues todas permanecerían siempre ligadas al acervo mental. Más de veinte años después, en 1953, el artista dijo que sus pinturas no podían reducirse a un significado pues eran significado en sí mismas. Le miroir magique, muestra un espejo que no refleja una imagen sino las palabras "Cuerpo humano", y frente a este espejo textual se advierte el origen de muchas lucubraciones posteriores fundadas en la exploración del lenguaje, visibles, entre otras, en la obra de Jospeh Kosuth o en la de Luis Camnitzer. ¿Cómo no acordarse de aquella obra ya mítica del uruguayo, realizada en 1966, Esto es un espejo. Usted es una frase escrita?



Muchos de los grandes temas de Magritte tuvieron su génesis cuando aún no había cumplido 30 años, pero los desarrolló en profundidad durante toda su vida. Sus extraordinarios collages con partituras musicales, los estudios sobre realidad e ilusionismo que se reúnen en torno a la serie de La condition humaine, o la enigmática simultaneidad de lo diurno y lo nocturno de L'Empire des Lumières... Al final de su vida, cuando ya se le había devuelto el prestigio que le fue robado en París tras su desaire a Breton en 1929 y su carrera gozaba de la legitimación de los museos americanos, la obra de Magritte consolida su interés por la distorsión de escalas, ya introducida en los treinta, con elementos gigantes como manzanas o rosas que atestan espacios cerrados. Desde ahí, el camino para los artistas pop no tenía pérdida. Tampoco para buena parte de la figuración española de los noventa, la alojada en esa valencia metafísica que encontró en De Chirico lo que también vio Magritte: "el lugar en el que se reconocen -diría en 1938- la soledad y el silencio del mundo".