Instalación de Gabriel Orozco en el interior del Instituto Superior de Arte (ISA), La Habana

Gabriel Orozco ha recibido el aplauso unánime del público que ha visitado la XI Bienal de La Habana con una propuesta sorprendente en los espacios del Instituto Superior de Arte, un elogio de lo efímero y lo inaprensible.

La Bienal de La Habana nació en 1984 con el ánimo de situarse como un referente para el "Tercer Mundo" en oposición a la sólida maquinaria oficial de las grandes exposiciones europeas como la Documenta de Kassel y la Bienal de Venecia. Su ambición -y su importancia- se centraba en la necesidad de dar voz a los artistas silenciados por los mercados centrales de occidente. Desde su primera edición hasta ésta, que inauguró la semana pasada y que puede verse hasta el 11 de junio, la cita se ha organizado al abrigo del Centro Wilfredo Lam, una institución creada a partir de la muerte, en 1982, de este artista fundamental en la asignación de lo moderno en el marco del arte cubano del siglo XX. Han sido, y son, los directores y comisarios del Wilfredo Lam los que han diseñado a su gusto los formatos estéticas de la bienal, una política algo anquilosada que está en el origen de su progresiva pérdida de fuelle y que la ha desplazado a un segundo plano en el circuito global de las bienales de arte. Esta undécima edición no parece remontar el vuelo .



Titulada Prácticas artísticas e imaginarios sociales, la bienal tiene un formato complejo. Hay exposiciones colectivas en diferentes centros de La Habana y un sinfín de proyectos de menor escala diseminados por centros culturales, salas de exposiciones y, sobre todo, espacios públicos. El escaso interés que desprenden las muestras colectivas contrasta con la mayor calidad de algunos de estos proyectos públicos, mejor dotados para incidir en el vastísimo espectro de ideas que conforman toda aproximación a lo social desde la perspectiva urbana.



Ha sido el trabajo de Gabriel Orozco (Oaxaca, México, 1962) el que ha acaparado los mayores elogios, con una intervención realizada en lo que se conoce como "ruinas del circo", la antigua Escuela de Ballet del Instituto Superior de Arte (ISA), en la zona de Cubanacán. El ISA tiene una arquitectura deslumbrante, proyectada por el cubano Ricardo Porro con la ayuda de dos arquitectos italianos en los años iniciales de la revolución sobre lo que, en tiempos de Batista, había sido un complejo de ocio con campos de golf. Escoltada por una vegetación exuberante, la Escuela de Ballet no ha perdido su aspecto imponente pero hoy se aloja en el olvido, ajada y polvorienta, y en ese declive de las formas ha encontrado el mexicano un escenario ideal para su intervención.



De Orozco conocemos muchos grandes trabajos que se encuentran entre lo más relevante del arte de las últimas dos décadas. Le hemos visto retrospectivas en las mejores instituciones del mundo y sabemos de su idilio perpetuo con el mercado del arte, que nunca le ha dejado de lado. Pero en este proyecto habanero todo ello queda eclipsado por una belleza misteriosa y casi inaprensible que no atiende a nada más allá de la enigmática y huidiza poesía en torno a la que se concentra. Orozco ha contado con la colaboración de un grupo de estudiantes del ISA, con quienes ha realizado un ejercicio de reordenación de lo que queda en el lugar, escombros, alguna mala hierba, basura y, sobre todo, polvo, mucho polvo. No se ha añadido nada.



Tan sólo se han modificado levemente ciertas zonas de una forma tan sutil que bien podemos encontrarnos en ellas y no advertirlo. Uno entra en uno de los espacios grandes, coronado por una inmensa cúpula, y en principio no logra discernir nada fuera de lo normal. Si sube a lo alto del graderío observará que el polvo de la zona baja ha sido barrido, sólo ligerísimamente desplazado, creando una forma radial que parece moverse en lenta vibración. Este tipo de ejercicio, el de reordenar los restos de algo que debió ser algún día, es una de las acciones más precisas y logradas del proyecto, un leve gesto en el que Orozco, desoyendo la lógica inapelable del tiempo, detiene el ritmo decadente del lugar.



¿Cuánto perdurará esta experiencia fascinadora? Días, tal vez semanas. Dudo que alcance el final de la Bienal. Está expuesto a un golpe de viento, a la lluvia en el exterior, a una pisada descuidada. En el suelo de lo que fueron los baños hay una forma circular perfecta que ha sido liberada de polvo y emplazada a una belleza de orden cósmico. No muy lejos, esos mismos azulejos rectangulares han sido también barridos en simétrica alternancia, y ahora dialogan con la cadencia de los ladrillos del muro. Otra forma circular parece querer recibir la luz abrasadora que se cuela por el óculo, como si fuera su sombra. Pero no lo es. Es sólo una ficción, pues ninguna luz se detiene ahí. Gabriel Orozco se aleja en este proyecto de todas las convenciones del sistema del arte (cuya bandera enarbola con autoridad) pero no huye en ningún caso de sí mismo. Éste es, en esencia, su lenguaje. En una bienal que se ahoga en el debate irresoluble entre la precariedad formal derivada de la escasez de medios y materiales y una sobredimensionada ambición tecnológica, la posición del artista mexicano es tan rotunda como natural y espontánea es su propuesta.