Inhotim, el edén tropical
Nueva instalación de Cristina Iglesias en Inhotim, Brasil
Es único en su especie. Situado en pleno paisaje tropical, en medio de Brasil, Inhotim se ha consagrado como uno de los estandartes del arte brasileño. Fundado en 2006 por un coleccionista, Bernardo Paz, tiene más de 450 obras de artistas consagrados y es el centro de arte contemporáneo más visitado del país. La semana pasada inauguraba nuevos pabellones.
Al llegar a Inhotim uno no alcanza a entender de dónde proviene la vegetación que cubre todo el recinto, y entre alucinados e incrédulos, los visitantes inician su paseo abismados por una belleza incomprensible e incomparable. Es un terreno ondulante que llega a ser escarpado en su zona alta. Abajo, nada más entrar en el recinto, hay un pequeño lago rodeado por jardines y bosques con una flora variadísima que, dicen, alcanza las 1.300 especies. El perfil edénico de este paisaje está salpicado de pabellones de diferente tamaño. Son arquitecturas contemporáneas y blancas que alojan trabajos en su mayoría específicos. Los que son anteriores, esto es, comprados, están ya, en su mayoría, en los manuales de la historia del arte más reciente. Los artistas brasileños superan en número, pero también los hay internacionales, todos ellos ya consagrados.
El jefe de todo esto se llama Bernardo Paz. Es un personaje de considerable carisma y colosal riqueza a quien parece que el artista Tunga convenció para que iniciara la colección de arte contemporáneo que le llevaría después a concebir esta feliz locura. Paz creció en esta finca. Dice que pasaba las tardes en uno de los pequeños pabellones que miran al lago, el que ahora ocupa Rivane Neuenschwander con un trabajo que dista mucho de sus mejores obras. Su apego al lugar es inexorable. Y entre la fortaleza de estas raíces y la inestimable ayuda de los grandes estamentos institucionales brasileños, a quienes parece lograr embaucar con destreza, sustenta este proyecto imposible que quiere tener en la educación y la divulgación del arte contemporáneo su más nítida razón de ser.
La primera obra en llegar fue, claro, de Tunga. Luego llegarían trabajos de Cildo Meireles, Doris Salcedo, Chris Burden... Cada cierto tiempo se encargan trabajos en función de una posible relación entre el arte, la arquitectura y la naturaleza, retando siempre al artista a explorar sus propios límites. Más recientes son los encargos de Dominique Gonzalez-Foerster o Jorge Macchi. El de la francesa es de los más logrados de todo el recinto, unas marquesinas de ómnibus realizadas en hormigón a escala natural. Se yerguen sobre arena del desierto que ha sido derramada en el jardín como jactándose de su propia descontextualización, y resultan familiares pero a la vez abstractas, atrayentes y extrañas. La nueva inauguración de pabellones celebrada la semana pasada tuvo como protagonistas a Cristina Iglesias, Carlos Garaicoa y, de nuevo Tunga, además de Lygia Pape, una de las grandes clásicas del arte brasileño fallecida en 2004, con la instalación de su legendaria Ttéia que ya vimos en la Bienal de Venecia y en el Reina Sofía. Yo lo de Tunga lo veo excesivo. El pabellón que se le ha otorgado podría ser un centro de arte en sí mismo, pero encuentro su propuesta algo desfasada. La pieza principal, un conjunto escultórico al que se ha adherido una gran performance colectiva, es de 2001, cuando su obra gozaba del mayor prestigio. La impresión es que no ha resistido el paso del tiempo.
La de Carlos Garaicoa es una pieza de 2002, Ahora juguemos a desaparecer que alude a la experiencia urbana y a la deriva entrópica de la ciudad, con edificios emblemáticos realizados en cera que arden consumiéndose. Funciona bien en un entorno natural tan marcado como Inhotim, como si la ciudad se diluyera en el paisaje y con ella se desvaneciera la cultura quedándonos sólo, ya deshecho todo lo andado, la naturaleza en su estado primario. Al fin y al cabo, la cultura tampoco nos llevó nunca a ninguna parte, como señala frecuentemente el cubano en su obra. Debe gustarle al artista salir de su espacio y ver el perfil aristado y temible de la pieza de Chris Burden recortado en la lejanía.
La de Cristina Iglesias es una pieza de nueva creación pero entronca con los trabajos que viene realizando desde hace muchos años. A la obra de la donostiarra le pasa lo contrario que a la de Tunga: no se arruga con el tiempo. Su proyecto, uno de sus conocidos laberintos, se incrusta en el paisaje con formidable precisión. Desplazada del núcleo central de pabellones, se encuentra en un territorio ambiguo pues no es ni jardín ni bosque sino una zona de "malas hierbas" que ha sido aclarada para dar espacio a una estructura cuadrada de unos 8 metros de lado con entradas en cada uno de sus lados a un espacio interior que aloja a sus característicos relieves con motivos vegetales. Realizados con polvo de bronce y resinas, son muros que atrapan la mirada, al contrario que los exteriores, de acero inoxidable pulido, cuyos reflejos la multiplican desconcertándonos. Hay un calculado juego de ritmos visuales, determinado por la tensión entre lo que es real y lo que no. Y hay un manejo conciso de la temporalidad, que se expresa en diferentes cadencias: la de la experiencia subjetiva y quebradiza de transitar la pieza y la del crecimiento, lento pero implacable, de la naturaleza a su alrededor.