Untitled (Franz West), 2011

Es una de las pocas veces que el Palazzo Grassi de Venecia dedica la totalidad de su espacio a un solo artista. Se trata de Rudolf Stingel, uno de los pintores más aclamados de las últimas décadas. Ideadas específicamente para este espacio de la Fundación François Pinault, sus obras pueden verse hasta el 31 de diciembre. Subversión espectacular.

El primer tour de force de Rudolf Stingel -el primero de muchos, pues su carrera ha dejado un reguero incesante de golpes de efecto-, tuvo lugar en el Aperto de la Bienal de Venecia de 1993, esto es, hace justo 20 años y en la misma ciudad en la que ahora celebra una imponente exposición en el Palazzo Grassi, de la mano del coleccionista François Pinault. Stingel sorprendió a la comunidad internacional en la gran plaza veneciana con una gigantesca alfombra colocada sobre uno de los muros del Arsenale. De fogoso color naranja y tupida textura, invitaba a ser acariciada, y los gestos de unos y otros quedaban marcados en la dirección deseada, como un gran cuadro en el que cada visitante pintara su trazo. En una Bienal de Venecia posterior, la de 2003, cubrió todos los muros de una gran sala con espuma de poliestireno que revistió de un grueso papel de aluminio. El aspecto inicial era el de un impecable espacio monocromo pero su destino era recibir las acometidas del público y ser pasto del caos. ¡Y menudo caos! Al final de la exposición, la sala había sido literalmente arrasada. Estas dos intervenciones reúnen algunas de las claves que han hecho de Stingel uno de los pintores más aclamados de las dos últimas décadas: la subversión airada del canon modernista, el obcecado deslizamiento entre los géneros -no sólo pictóricos, también los que conciernen al objeto y a la arquitectura-, la supresión de la noción de autor y un constante delegar en el papel del público que, ya sea física o sólo perceptivamente, constituye un elemento formal de primer orden.



Rudolf Stingel nació en Italia en 1956 y vive entre Nueva York y su Merano natal, en el Tirol, muy cerca de Austria. Ha vivido un intenso romance con el mercado, es proclive al espectáculo y ha medido con precisión -pese a su profunda introversión- el impacto mediático de su obra. Pero no se puede negar que ha alentado muchas de las sucesivas resurrecciones de la pintura en los últimos años. Este proyecto en el Palazzo Grassi demuestra su habilidad para abordar espacios densamente connotados. Construido a mediados del Ottocento, el palazzo es el último alzado en la ciudad antes de la caída de la Serennissima y es un ejemplo de arquitectura clásica veneciana.



Stingel vuelve al recurso de la alfombra pero a una escala descomunal. Ha cubierto los suelos y paredes de las tres plantas del palazzo, el atrio y las dos superiores. Hablamos de 5.000 metros cuadrados de superficie sin contar los muros. Se trata de una alfombra de estilo oriental que alude al origen altoburgués de la familia Grassi y también a la propia ciudad de Venecia, en cuyas aguas cambiaba de manos la mercancía de Europa y Asia.



El efecto es demoledor. Más allá de las alusiones al contexto histórico del lugar, la intención primera de Stingel es la de dislocar la perspectiva del espectador. La alfombra parece una pieza única, una roja epidermis que disuelve las leyes básicas del espacio, pues funde en uno el plano horizontal del suelo y los verticales de los muros. La mirada del espectador deviene ansiosa y se descubre persiguiendo referencias, pero estas, más allá de las ventanas al Canal o las balaustradas que asoman al atrio central, han menguado notablemente. A Stingel le gusta que la mirada se deslice sin aparente control. La reproductibilidad de las imágenes, su naturaleza líquida y su frenética circulación son asuntos que han estado en el centro de su ideario. La apariencia pixelada de los patrones decorativos de la alfombra responde igualmente a ese interés.



En cada sala, Stingel ha dispuesto pinturas que en el primer piso son abstractas de medio y gran formato, y en el segundo son figurativas, de tamaño pequeño. Las imágenes representadas en las pinturas pequeñas, están sacadas de libros de Historia del arte. Son planos habitualmente cortos de esculturas de santos de las tradiciones gótica y barroca en la que los sujetos se presentan en escorzos enconados. Son incómodas. Los formatos pequeños, que se pierden entre los ardientes tonos rojos de la alfombra, atraen la mirada pero la repelen pronto, tal es la tensión que despiertan. El artista se ha guiado por las lecturas de Freud, y pronto se advierte que en este gran palacio burgués con sus alfombras persas hay un drama encerrado que no es fácil desterrar. ¡Qué dura es la imagen de esa talla de madera de un Cristo crucificado que sólo vemos de forma tangencial, con su figura sesgada dramáticamente! Recuerda, efectivamente, a los passtück de Franz West, aquellas piezas de yeso a las que adaptabas tu cuerpo, obligado a posturas imposibles. Fueron grandes amigos Stingel y West, recientemente fallecido. No se cuenta explícitamente, pero sí hay algo de homenaje, pues esa cierta neurosis del arte de West sobrevuela este espacio veneciano. Y reverbera también el eco de los accionistas vieneses, a los que Stingel bien podría haber llegado a través del artista austriaco.



Ya en el piso de abajo, la tensión se modera por la bellísima abstracción de la pintura, pero no acaba de desaparecer esa inquietante atmósfera freudiana en esos grandes cuadros grises y acuosos de suavísima veladura. Algunos, extraordinarios, presentan fracturas matéricas con los que Stingel vuelve a la memoria del lugar a través del fantasma de Lucio Fontana, que tuvo una presencia estelar en algunas de las exposiciones más importantes de los 60 en Venecia celebradas en este emblemático palazzo.