Gabriel Lester: Where Spirits Dwell, 2014

Precedida por la polémica, arranca con normalidad la 19 edición de la Bienal de Sídney, que puede verse hasta el 9 de junio. 200 trabajos de 90 artistas distribuidos en cinco sedes de la radiante ciudad australiana se asoman a la imaginación y el deseo como leitmotiv.

Imaginemos que en un centro de internamiento de extranjeros de las Islas Canarias un joven mauritano recién llegado que busca asilo en España muere en el curso de una protesta con las autoridades. El centro, administrado por una empresa privada subcontratada por el Ministerio del Interior, no logra silenciar el suceso y éste arde en las redacciones de los periódicos. Resulta que esa empresa privada es la principal sponsor del mayor evento cultural del país, y los artistas participantes en dicho sarao se plantan, declarando que retiran sus trabajos mientras esa empresa "asesina" siga patrocinándolo. El asunto se encona y las redes sociales lo rebotan a todo el mundo hasta que el consejero delegado de la empresa presenta su dimisión y regresa la normalidad. La mayoría de los artistas, excepto dos de los que se fueron inicialmente, vuelven al redil y el evento se inaugura sin mayores sobresaltos.



A grandes rasgos, esto es lo que ha pasado en Australia en las últimas semanas alrededor de la 19 Bienal de Sídney, comisariada por Juliana Engberg, directora del ACCA de Melbourne, que lleva por título You imagine what you desire (imaginas lo que deseas). La Bienal ha adquirido el sesgo político que nunca tuvo y ha inaugurado bajo un aire triunfalista que me produce verdadera perplejidad. La dimisión del presidente de Transfield, que así se llama la empresa, puede ser una pequeña victoria pero deja muchas preguntas en el aire. Lo que de verdad preocupa es la estrategia de algunas empresas de querer lavar su imagen a través de la cultura mientras mantienen inalterable su mezquino compromiso con su propio enriquecimiento. No logro entender por qué han vuelto los artistas que se borraron del cartel. ¿De verdad era suficiente con una dimisión? Es cierto que hoy los artistas participan en bienales y en exposiciones que alguien forzosamente paga. ¿Y qué dinero está libre de mancha? ¿Están las cosas como para elegir a los patrocinadores ideales?



Decíamos que el sesgo de la exposición no era, inicialmente, político. No. El resultado es más bien plano, demasiado correcto, convence con algún que otro acierto interesante pero es complaciente y en ocasiones exasperantemente amable. Me intrigaba saber cómo se había modelado esa idea del deseo a la que alude el título de la exposición, y pronto advertí que la satisfacción de ese deseo reside en inventar otros mundos a través del poder de la imaginación. Resulta algo amanerado que el deseo se cifre casi únicamente en cierta proyección de lo mágico, de lo misterioso y lo fascinante, y se tiende a caer en ficciones edulcoradas que a veces tienen muy dudosa pertinencia sobre todo cuando pensamos en Reza Berati, el iraní de 23 años muerto en el centro de retención de la Isla de Manus, para quien no debió haber mayor deseo en esta vida que poder aferrarse a ella.





Vista de la Isla de Cockatoo



Con todo, la exposición tiene también buenos momentos que deben ser mencionados. Lo mejor está en Cockatoo Island, la isla más grande de la Bahía de Sídney, patrimonio mundial de la Unesco, un lugar realmente único. Juliana Engberg ha logrado conectar con el lugar y ha capturado con éxito su historia y su naturaleza aunque se haya acogido a imprecisas e innecesarias consideraciones sobre cuánto de mito existe en la idea de viajar a una isla. Yo prefiero ver las obras de Cockatoo Island como ecos del trabajo que, lánguida e indolentemente, se realiza todavía hoy en zonas de la isla que se resisten al abandono.



Son estupendos los dos vídeos de Agnieszka Polska. En uno de ellos habla de una huelga de estudiantes en la Universidad de Cracovia en los años 50. Las obras inacabadas en los estudios, el recorrido de la cámara por las aulas vacías que se torna espectral... El vídeo de Maxim Rossi que acude a la figura de Marx Ernst en su visita a Arizona a su fascinación con sus formaciones rocosas también tiene su lógica en el contexto de la isla. Cita Rossi la Europa después de la lluvia de Ernst, un cuadro que encuentra su eco en el impenetrable amasijo de hierros que se acumulan en cada rincón de Cockatoo. Hay algo de juego, un perfil lúdico en otros trabajos, como el de los suizos Steiner& Lenlinger, algo macabros, que engarzan con el carácter recreativo que tiene la isla hoy.



Nada más bajarnos del ferri, una obra de texto del escocés Nathan Coley reelabora la leyenda que da titulo a la exposición. "You create what you will" reza esta, mientras en otras sedes de la bienal encontramos otras variaciones. La revisión de este texto adquiere aquí un tono imperativo que conecta con la relación entre el dominador y el cautivo que en la isla se dio (viniendo de un escocés, tal vez no debamos obviar tampoco la cuestión colonial) pero la frase se mantiene en un limbo ambiguo, abierto. Conviven con el repiqueteo de las máquinas los trabajos del lituano Ingas Krunglevicius y la pieza sonora, ya al final de la isla, de Sonia Leber y David Chesworth. En la del primero, la transcripción de un interrogatorio judicial se funde con los irritantes ritmos de una sucia y metálica música experimental en una extraordinario trabajo visual. La de los segundos puede resultar estremecedora, reverberando en las ajadas construcciones de este lugar poderoso y distópico.





Ingas Krunglevicius: Interrogation, 2009



Está muy logrado el montaje de la isla de Cockatoo, y también es acertada la propuesta en Carriageworks, otro espléndido espacio en el centro de la ciudad, donde hay toda una constelación de trabajos dedicados al lenguaje y a los mecanismos del cine. Hay que decirlo: aunque haya zonas y trabajos algo acaramelados, la cosa está bien armada. La pieza que preside el lugar es una cabaña de Gabriel Lester en la que el holandés examina los elementos con los que el cine seduce y atrapa al espectador. Hace demasiados bolos Gabriel Lester. Se le ve en multitud de bienales, pero la tiranía de la especificidad que alimenta este tipo de citas acaba ocultando el perfil real de su trabajo. Yo todavía no sé muy bien de qué habla.



Otras obras, como la de Laurent Montaron, alude al carácter evocador de toda inflexión narrativa; la de Ann-Sofí Siden y Jonathan Bepler, recoge la métrica temporal de toda experiencia fílmica en un gran friso visual que parece querer representar una realidad múltiple y heterogénea sin cortes ni manipulaciones. En la entrada del espacio hay unas esculturas hechas de papel que dejan al espectador absorto, sin saber si le seducen o le producen rechazo. Los artistas canadienses Hadley + Maxwell utilizan cinefoil, un material utilizado para filtrar la luz en el teatro, con el que se apropian de partes concretas de esculturas públicas de Sídney para, juntándolos aleatoriamente, montar nuevas esculturas. Son piezas siniestras y deliberadamente horrendas, pero tienen una muy certera razón de ser, evocadoras de la mecánica fragmentaria del lenguaje cinematográfico.



Más dispersa es la exposición del Museo de Arte Contemporáneo, donde Engberg contradice el espíritu moderno y subraya que todo tiene un reverso, que nada se ve ya desde un prisma único, como nos dice -admirablemente- David Claerbout, muy bien acompañado por los siempre seductores collages de John Stezaker. Grandes nombres se suceden en este espacio, desde Douglas Gordon a Martin Boyce. En medio, la estupenda Emily Roysdon parece perdida en tierra de nadie. La comisaria ha reunido aquí a grandes nombres del arte de los noventa y ha otorgado especial centralidad a Pipilotti Rist y a Jim Lambie, con dos grandísimas instalaciones. A Pipilotti Rist se le da excesiva importancia, y parecería como si Engberg quisiera hacer de ella la abanderada de la Bienal, cuando ésta, aunque tendente a la veleidad, tiene algo más que la vacuidad, el absurdo sentimentalismo de la artista suiza.





Vista de la instalación de Pipilotti Rist en el Museo de Arte Contemporáneo de Sídney



Sídney es una ciudad maravillosa. Uno camina por sus calles y la experiencia oscila entre la familiaridad y el extrañamiento, pero es muy difícil evitar sentirse lejos. Estoy seguro que Juliana Engberg no ha podido obviar la irrefutable insularidad del contexto australiano y su compromiso con un público ávido de experiencias, y tiendo a pensar que su exposición se resiente de ello. Me quedo con la duda de si Engberg no podría haber dado menor notoriedad a artistas como Douglas Gordon, Pipilotti Rist o Ugo Rondinone, artistas demasiado afines al mercado y con escasos vínculos con la realidad, y haber aplacado sus excesos. Tal vez su mirada a la imaginación y al deseo no se hubiera desvirtuado.