The Illustionist, 2007
Procedente del MoMa de Nueva York, la Tate Modern de Londres presenta, hasta el 8 de febrero, la obra de uno de los grandes pintores de la segunda mitad del siglo XX, Sigmar Polke. Es una extensa y vibrante exposición que recorre todas las aristas de un creador torrencial.
Confieso que me acerqué a ver la exposición de Sigmar Polke con reservas, temeroso de encontrar el producto enlatado en el que tienden a convertirse muchas exposiciones prometedoras que son organizadas con pretensión de rentabilidad. Pero había subestimado al personaje. Polke es irreductible, difícilmente institucionalizable, también para el MoMA o la Tate. Por más que se quiera hacer una retrospectiva al uso y someter la obra a la tiranía de las cronologías o las temáticas, Polke desborda cualquier molde. Prueba de ello es esta exposición londinense, que tiene un sesgo cronológico y sin embargo parecería tratarse de una sucesión de 14 exposiciones colectivas -el mismo número de salas que ocupa la muestra- que hubieran sido organizadas por un mismo comisario.
Polke as Astronaut ,1968
La exposición cubre casi cinco décadas de trabajo, desde 1963 hasta su muerte en 2010, y lleva por título Alibis, que significa "coartada". Polke había llegado con su familia a las Bundesrepublik procedente de Silesia, hoy Polonia, de donde había salido huyendo del horror nazi. En 1963 tenía 22 años, se encontraba ya en Dusseldorf, se había casado y esperaba su segundo hijo y realizaba sus primeras exposiciones en carnicerías y otros antros. Muchos dibujos, acuarelas y pinturas de primera época revelan ya la heterogénea e inclasificable naturaleza de su obra, que se detiene ante motivos tan dispares como Lee Harvey Oswald, que se acababa de cargar Kennedy, escaparates de camiserías, un tragón de salchichas o el génesis de la esvástica, un asunto, este último, delicado en aquellos tiempos y al que el artista se acercó reiteradamente, lo que da fe de un carácter provocador que a muchos parecía altanero. La economía se mueve y el país arranca, parecía admitir Polke, pero al mismo tiempo invitaba a no olvidar.Polke vio a Picabia y a Max Ernst en una muestra en Dusseldorf en el 58, pero ya antes le habían seducido las escaramuzas dadaístas. En los sesenta, en plena Guerra Fría, él y sus colegas, entre ellos Richter, se opusieron al Realismo Socialista a partir de la apropiación de los códigos del arte pop procedentes de Estados Unidos. Más que los iconos de la sociedad de consumo, al grupo de Dusseldorf le fascinó el modo en que los media y la tecnología proporcionaban nuevas opciones de comportamiento e interacción. Y se reconocieron en esos primeros atisbos de universalidad (la NASA repartía entonces las primeras imágenes del planeta Tierra visto desde el espacio). Y es que el Pop era el primer movimiento que no parecía estar enraizado necesariamente en UN contexto geográfico determinado. Creció en abstracto, en varias regiones de aquel vasto y triste páramo que fue la posguerra.
Polke comienza a utilizar la técnica del punteado, existe una clara afinidad con el Pop americano, pero para él tan sólo es el comienzo de un largo camino de experimentación en torno al soporte. ¿En qué lugar se sitúa el motivo, el contenido en estas pinturas si no es en la tensión con el propio proceso del que nacen? Polke realiza este punteado a mano, emulando las primeras técnicas de impresión comercial utilizadas en los medios de comunicación. Era el resultado de inflar una imagen y descubrir esa trama que hoy llamaríamos el pixelado. La idea era poner en entredicho la facilidad con que circulaban esas imágenes, su potencial seductor y su verdad, algo muy distinto a la iconización a la que Warhol elevaba a sus motivos. Y no olvidemos que el de Polke es un trabajo manual y, por lo tanto, abierto a errores e imprecisiones que eran amablemente bienvenidos.
Polke as Astronaut 1968
A Polke le empezaba todo a parecer muy burgués en Dusseldorf. En 1972 dejó la ciudad para instalarse en una casa de campo junto a otros artistas. Esta zona de la exposición ofrece datos sobre la gran bacanal en la que debió convertir su vida. Viajó mucho en estos años, desde Pakistán a Brasil, desde Papúa a las Canarias, de Siena a Singapur. Fotografió y filmó compulsivamente, y cuando llegaba a casa, el estudio y la habitación oscura vibraban en una actividad febril. La sala en que se muestra esta época es enconada y profundamente asimétrica, y el montaje es anárquico. Polke está bien contado aquí.
Ya hacia el centro de la exposición vemos una sala en la que dos cuadros excepcionales de la serie The Spirits That Lend Strength Are Invisible. Están hechos con polvo de meteorito recogido en Chile, y las texturas producen un magnetismo incomprensible. Junto a estas pinturas hay unas piezas de cristal con manchas abstractas realizadas con hollín. Veníamos de ver, en la sala anterior, profusa documentación sobre el Pabellón Alemán en la Bienal de Venecia de 1986, en el que Polke había pintado los muros interiores con materiales químicos que producían alteraciones cromáticas en función de la temperatura. Y ya desde principios de la década había manifestado una atracción hacia el uranio. A Polke le gustaban los fantasmas. Si el del horror nazi aparecía con sus esvásticas, con sus piezas realizadas con uranio despertó a los de Chernobyl.
Languidece la intensidad de la exposición en las últimas salas, tal vez por el cansancio. Es una exposición extenuante. Llegamos a la recta final de la muestra atravesando la sala dedicada a las célebres torres de vigilancia, que podían aludir a varios asuntos a la vez, amables y espinosos a un mismo tiempo, desde los campos de concentración hasta la actividad cinegética de la sociedad burguesa. Polke era tan ambivalente con el material como con la iconografía. Y en su recuento de la historia y el análisis de su tiempo fue corrosivo como el mismo uranio.