Vista de la exposición en el Stedelijk Museum. Foto: Gert Jan Van Rooij

Viene de Berlín y viajará después a Nueva York. Let Us Explore the Stars, la exposición que el Stedelijk Museum de Ámsterdam dedicada al Grupo ZERO, ofrece la primera gran lectura sobre ese conjunto de energías artísticas que disipó las tinieblas de la posguerra. Diez años de una actividad frenética que rompieron los moldes del arte de su tiempo.

Un gran políptico de cuadros monocromos blancos recibe al visitante de esta exposición que el Stedelijk Museum de Ámsterdam dedica a esa aventura trepidante y loca que fue el Grupo ZERO. Todavía no nos hemos aclimatado a ella, y el brillo radiante de este primer espacio nos coge con el pie cambiado. Pronto advertimos el carácter desigual de este grupo de cuadros, un conjunto peculiar, aristado y excéntrico, en el que el denominador común único es el blanco. Más allá de eso, las posiciones son diversas. Aquí están los ácromos de Manzoni, las telas rasgadas de Fontana o las vibrantes retículas de ese gran artista que fue Jan Schoonhoven. El blanco como antídoto contra el ya cansino hastío de posguerra no es tanto un enaltecimiento de lo primigenio o una idealización de la pureza como un borrón y cuenta nueva que hubo de implantarse unánime y taxativamente.



Pero no todo es blanco en ZERO. Tantas cosas fue ZERO en su década de actividad que siempre ha resultado un problema para la historiografía, siempre escéptica ante el dudoso perfil de sus contornos. ¿Cómo darle entidad como movimiento? ¿De verdad lo fue? ¿Podemos meter en un mismo saco el Condensation Cube de Hans Haacke y las extraordinarias maderas de Jan Henderickse? ZERO fue un cúmulo de momentos, una amalgama de energías. Fue también el desencadenante de las primeras experiencias protoglobales, pues cuando Heinze Mack y Otto Piene bebían un trago tras inaugurar una pequeña exposición en el estudio de éste en Düsseldorf en una tarde otoñal de 1957 (lo que se considera génesis de ZERO) tal vez sólo podían imaginar vagamente que lo mismo estaría ocurriendo en Milán, Bruselas, Ámsterdam o París. Más que un movimiento a partir de la coincidencia de pautas formales (que sí las hubo), ZERO es el primer canto a la simultaneidad en una Europa desvencijada en la que solo despuntaba el tenebroso Art Informel.



Un elenco vastísimo de artistas fue ZERO alguna vez, y la exposición que ahora le dedica el Stedelijk a esta cosa amorfa que se derrama hacia latitudes imprevisibles quiere hacer de ella un relato. Y, claro, subrayar también el propio papel de la institución en su desarrollo. A la espera del desembarco de Isa Genzken en otoño, el Stedelijk reverdece su memorable pasado y en especial los años sesenta, cuando era la institución más potente de Europa, articuladora de casi todo.



En su ánimo transformador, ZERO abrió nuevos caminos en el campo de la pintura que denigraban la obstinación subjetiva de la pintura de posguerra. Se enaltecieron los procesos y se mitigó, a través de técnicas reduccionistas como la pintura monocroma, el plúmbeo soliloquio interior del expresionismo abstracto y el arte informalista. Se empezó a pintar con todo lo que se tenía a mano y sobre lo que se podía. Se pintó con fuego y con humo, se rasgaron telas, y la relación con el plano pictórico avanzó hacia una performatividad desinhibida e inédita.



Las miras utópicas del grupo parecían no tener límites, algo de lo que da fe el título de la muestra, Let Us Explore the Stars, que parece haber sido tomado de una frase pronunciada por Kennedy. En este ámbito se impone la figura de Yves Klein, con sus interpelaciones a los gobiernos para que apoyaran su revolución pacífica y su apropiación del cielo de Niza con fines artísticos. Hay abundante documentación sobre el trabajo que Heinz Mack realizó en el Sahara en los 60, un proyecto en el que quiso utilizar la luz como medio y el desierto como soporte en un canto a lo ilimitado y lo inaprensible.



El carácter historicista de la exposición, en la medida que se puede historizar tan heterogéneas posiciones, no está reñido con un montaje abierto y en tramos algo anárquico que bebe del carácter radical del grupo. Todo gravita en torno a la reconstrucción de las dos exposiciones que el Stedelijk dedicó a ZERO (que en holandés se llamaba "Nul") en 1962 y en 1965. Impresiones digitales de archivos documentales de todo lo que aconteció en torno a esas dos exposiciones se han montado en una populosa zona central en un acertado horror vacui que refleja bien la atmósfera reinante.



Ahí estaban trabajos tan dispares como las citadas retículas de Schoonhoven, que el artista realizaba en la mesa de la cocina después de trabajar todo el día como cartero. La geometría, decía el artista, no era de los campos de acción prioritarios de ZERO, pero sí alentaba a la repetición, con la que se podía apelar a lo ilimitado, como enfatizaría poco después Donald Judd. Judd, por cierto, era pareja de Yayoi Kusama en Nueva York cuando encontraron juntos la barca que la artista llenaría después de falos en su Boat de 1964, una de sus célebres acumulaciones que se mostraría en la exposición de 1965.



Ya se sabe, en ZERO se acumulaba o se reducía según conviniera, tal era la libertad que se otorgaron. Más adelante hay piezas que el grupo japonés Gutai realizaron ex profeso para la muestra del 65 en lo que tal vez constituye uno de los primeros ejemplos de la hoy tan común estrategia de adaptar obras para contextos específicos. Junto a ellos, un formidable cuadro cinético de Jesús Rafael Soto encarna como pocos la ambivalencia formal a la que se acogió el grupo.



@Javier_Hontoria