Vista de la instalación de Adrián Villar Rojas en Fondazione Sandretto Re Rebaudengo
Tras su participación en la Bienal de Estambul en 2015 el artista se ha convertido en uno de los escultores con mayor proyección internacional. El artista argentino presenta ahora una gigantesca instalación en Turín.
Nada cambiaba una vez dentro. Era viernes a media tarde y no había ni un alma. Un muro blanco sustituía al mostrador de recepción que se encontraba justo frente a la entrada, la luz estaba apagada y hacía un frío del demonio. A uno y otro lado del espacio se extendían, también en esa rara penumbra, dos grandes pasillos, y aquí y allá aparecían sobre el suelo pequeños montones de ropa, enseres como abrigos, paraguas, algún reloj o pulsera, un collar, un bastón o un par de zapatos. Parecían dispuestos calculadamente en cierta secuencia, en una cadencia más o menos regular. Yo había venido a ver una exposición de Adrián Villar Rojas y pensé que esos pequeños montones pertenecerían a otra muestra. Aislados en el espacio, los objetos recordaban a trabajos de Jason Dodge o Darren Bader, dos artistas estadounidenses que trabajan en la galería Franco Noero, la galería más importante de Turín, donde Bader acaba de clausurar una muestra individual.
Una mujer joven salió de detrás del muro blanco y me pregunto qué quería. Contesté que venía a ver a Irene Calderoni, conservadora de la Fundación y comisaria de la exposición. Sugirió que no me quitara el abrigo y que esperara. Toda mi conversación con ella fue de lo más afectado y artificial. Más tarde, Calderoni explicaría que el equipo de la Fundación que está en contacto con el público había sido instruido por un asistente de Tino Sehgal. Esa breve información, unida al hecho de que en el vestíbulo de entrada no se viera ni el más modesto rótulo ni el logo de un sponsor, que las luces estuvieran apagadas -toda iluminación procede del exterior- y que nos estuviéramos pelando de frío invitaba a pensar que Villar Rojas pretende controlar del primer al último momento de nuestra experiencia allí.
Porque los montones de objetos personales eran, efectivamente, una introducción de Villar Rojas a su propia presentación en la gran sala central, como si debiéramos dejar todos nuestros enseres en el umbral para entrar en harina con ojos frescos. El proyecto se titula Rinascimiento, un término con una amplia carga semántica, y tal vez pretenda alumbrar un nuevo tipo de existencia en la institución, como si su exposición marcara el inicio de otra manera de experimentar el lugar y el momento, como si nos asomáramos a otra forma de percibir el tiempo. Tal vez en un futuro regresen los logos (los patrocinadores deben andar contentos), la iluminación, las cartelas, la parafernalia institucional (y la calefacción, por favor), pero por el momento, todo apunta a que el artista quiere que nos sintamos en una etapa primigenia en una nueva vida de la fundación.
Detalle de la instalación de Adrián Villar Rojas
Conviene recordar algunos datos. Villar Rojas había representado con éxito a Argentina en la Bienal de Venecia de 2011, y ese mismo año participó en la Bienal de Estambul que firmaron Jens Hoffman y Adriano Pedrosa, pero el gran espaldarazo internacional llegaría un año después, en la dOCUMENTA(13). Fue ahí cuando empezó a fraguarse el proyecto que hoy vemos en Turín, fruto de la adquisición de un buen puñado de las obras expuestas en Kassel por parte de Patricia Sandretto, la responsable de la Fundación. Se quiso hacer una exposición con lo adquirido en la cita alemana pero el artista se embarcó en su fulminante carrera y fue difícil cuadrar los planes.Rinascimento, de hecho, tiene su origen real en Turquía, en las experiencias ahí vividas al hilo de su participación en la Bienal de Estambul de 2015, también dirigida por Christov-Bakargiev, una de sus grandes mentoras. Con la comisaria comparte no pocos intereses como el escepticismo hacia el carácter excluyente de la mirada humana, que parece monopolizar los sistemas de percepción. Sobre el concepto de temporalidad el artista sugiere adoptar una postura que supere la ortodoxia antropológica, que asumamos que hay nociones temporales que trascienden la nuestra.
Muchas de estas pautas ya se daban en sus trabajos realizados con arcilla y cemento, como los presentados en las citadas bienales de Venecia y Estambul (2011), en la Serpentine de Londres o en el PS1 de Nueva York. La reiteración de las grietas evocaba un clima apocalíptico pero el fin no es algo que podamos vislumbrar pues la idea de que todo tiene un principio y un fin no existe para Villar Rojas. Todo se engarza en un bucle incesante, como los ciclos de la historia. Lo dice sin ambages el artista: la dimensión del tiempo geológico, del tiempo humano y del tiempo de una exposición son radicalmente diferentes. En las grietas que se abren entre unas y otras se filtra todo su trabajo.
El origen, decía, se encuentra en la Bienal de Estambul del pasado año, donde se consolidó a ojos de todos la nueva vertiente formal en su obra, superada ya la etapa de arcilla y cemento. En los grandes animales realizados en fibra de vidrio sobre los que se aupaban otros animales realizados con materiales orgánicos percibimos los antecedentes de este Rinascimento. Aquellos trabajos, situados al final del camino que atravesaba la casa donde vivió Trotsky y que, enfrentados frontalmente al visitante, parecían evocar una suerte de Angelus Novos, mostraban una doble velocidad. Los animales en fibra de vidrio se entendían como un plinto, un plinto temporal -lento, casi inerte, favorecido por su finísimo acabado- sobre el que descansaban síntomas de otro tiempo, más veloz, el de los materiales orgánicos, tendentes a un rápido deterioro y a una desaparición impostergable.
Detalle de la instalación de Adrián Villar Rojas
Poco a poco se empieza a comprender el sentido de la ausencia de iluminación y de calefacción. Una iluminación artificial hubiera unificado en exceso la escena, afianzándola en una neutralidad impersonal y plana. La luz que entra desde el exterior produce, por el contrario, un enorme crisol de matices y, sobre todo, hace al espectador partícipe del correr del tiempo. La doble velocidad a la que progresa la obra recuerda al movimiento de la tierra, que simultáneamente gira en torno al sol para configurar la medida de los años y alrededor de sí misma para definir el paso de los días. La presencia única de luz natural es, por lo tanto, un gran acierto.
Por otra parte, el frío de la sala ralentiza el proceso de putrefacción del material. A uno le sorprende que, llevando varios meses abierta, la exposición no haya producido un hedor insoportable. Un pez espada ya podrido sólo huele si te acercas mucho a él, y lo mismo ocurre con la variadísima fruta y la verdura que corona las formaciones pétreas. La calefacción sin duda hubiera acelerado el proceso.
Me sugiere Irene Calderoni que mire la cuenta de Instagram de la Fundación. Lo hago algo reacio, pero, efectivamente, ahí pueden verse imágenes de los primeros días de la exposición en la que la sala presentaba una aspecto primaveral, con sus frutas maduras de un color brillante que producía radiantes reflejos. Algunos meses después, el paisaje es otro: los elementos orgánicos se han diluido en los tonos ocres de la piedra, como si un tiempo se hubiera fundido en el otro, como un presente ya ajado que es abrazado por la gran rueda de la historia. Apenas algunos reflejos se aferran a ciertos ángulos de la sala. La escena es lacónica y el tiempo raro, decididamente ajeno al nuestro.
@Javier_Hontoria