Picasso en su villa La California junto a Bettina Graziani, 1955. Foto: Mark Shaw

El Museo Quai Branly de París saca los fondos de su colección y los pone en diálogo con la obra de Picasso en la exposición Picasso Primitivo, un montaje que podrá verse hasta el 23 de julio y que pone de manifiesto la fuerte influencia que ejercieron las piezas venidas de África en el trabajo del artista malagueño.

En pleno centro de París, a orillas del Sena y a cinco escasos minutos caminando de la Torre Eiffel, emerge el impresionante Museo Quai Branly escondido bajo un frondoso jardín vertical. Sólo la experiencia de entrar en el espacio diseñado por Jean Nouvel como uno de los grandes proyectos que coronaban el periodo de presidencia de Jacques Chirac, merece una visita (porque sí, en nuestro país vecino los presidentes tienen a bien dejar, al menos, una gran obra pública tras su paso por el gobierno con ejemplos como la Biblioteca Nacional de François Mitterrand o el Centro Pompidou de Georges Pompidou). La colección del museo viene, en origen, de los fondos del Museo Nacional de Arte de África y Oceanía y de los etnográficos del Museo del Hombre con piezas que, sin duda, dejarán al espectador que llega por primera vez boquiabierto -¿cómo se consigue un mural entero de Etiopía?- y más viniendo de un país como el nuestro en el que este tipo de museos no se han puesto, todavía, en valor.



Desde comienzos del siglo XX, artistas, escritores, poetas y filósofos se acercaron, fascinados, a las manifestaciones artísticas que les llegaban desde las colonias francesas de África y Oceanía. La idea de lo exótico y lo salvaje, que tanto interesó a los artistas de las vanguardias, era su principal punto de atracción. El joven Picasso fue incorporando poco a poco todos estos elementos a su obra y sin referentes como éste, Las señoritas d'Avignon (1907), pistoletazo de salida del movimiento cubista, no hubiera existido. En cartas a Apollinaire, el artista malagueño le comentaba que las emociones artísticas más intensas, las había experimentando ante esculturas de artistas anónimos africanos.



Vista de sala. Foto: Gautier Deblonde

Partiendo de este lazo de sobra conocido, la exposición Picasso primitivo, que puede verse en París hasta el 23 de julio, nos brinda la oportunidad de ver juntas, y a veces revueltas, obras del artista junto a piezas primitivas con las que se establece un diálogo orquestado por el comisario de la muestra, Yves Le Fur, director del departamento de patrimonio y de colecciones del museo. Poder confrontarlas de esta manera es un lujo, si bien las obras de Picasso que se han seleccionado no son las más destacadas del artista -la mayoría son préstamos de museos y colecciones francesas- pero la tesis del proyecto sale airosa y queda desarrollada con claridad. La exposición se articula en 3 ejes: cronología, arcaísmos y metamorfosis.



La cronología abarca de 1900 a 1972 y detalla distintos momentos de la vida del artista en los que las culturas primitivas se cruzaron en su camino (coleccionaba máscaras y postales). En 1905 visitó una exposición de arte ibérico en el Museo del Louvre; en 1908, su estudio ya estaba lleno de esculturas africanas; en 1915, obras de Picasso y Braque se muestran en Nueva York junto a objetos precolombinos mexicanos; y en 1931 llega a ser prestador de piezas en una exposición etnográfica sobre las colonias francesas organizada por el Museo del Trocadero, y así una larga historia de encuentros y reencuentros. Está preparada con esmero y apunta todos estos datos, aunque quizá ocupe mucho espacio en el contexto de la exposición, acompañada de ilustraciones muy pedagógicas, entre las que encontramos pocas originales. Le sigue un espectacular despliegue museográfico que comienza en el apartado de los "arcaísmos" con el óleo de Jeune garçon nu (1906) junto a tallas del siglo XIX y XX procedentes de Indonesia, Nigeria, Iraq o de la Polinesia francesa. En todas ellas prima la esquematización que veremos un año después en Las señoritas d'Avignon. Las distintas piezas se sitúan en el espacio sin jerarquía entre ellas, colocadas al mismo nivel y tratadas, todas, también las pinturas, como objetos que se presentan en vitrinas o pedestales.



Vista de sala. Foto: Gautier Deblonde

Una progresiva luminosidad y color nos llevan al siguiente capítulo, "la metamorfosis", donde las formas se transforman casi por arte de magia. Está articulada en capítulos dedicados al humano-animal, el monstruo, la boca, los ojos y el sexo. Destaca una escultura de hojalata de estética outsider, La femme à la poussette (1950) y en la parte dedicada a los ojos, un magnífico panel etíope de 1770 de la colección del museo, donde aparecen los grandes y expresivos ojos que vemos después reflejados en obras del Picasso como Buste d'Homme Écrivant (1971).



El ciclo se cierra con una sección dedicada al sexo. Las pinturas vuelven a la pared, ahora pintada de negro, y la luz va apagándose poco a poco. Desnudos, ejemplos de escenas de sexo tratadas por otras civilizaciones con más libertad y piezas de aborígenes australianos nos hacen viajar a lo más profundo del ser humano, al inconsciente, con bronces como Tête de femme (1932). De toda esta sección me quedo con una escultura mágica del Congo (c. 1892) con cientos de tornillos atravesados. Una experiencia, desde luego, que no termina en el Quai Branly sino que viaja en otoño al Nelson Atkins Museum of Art, en Kansas City (del 13 de octubre al 8 de abril de 2018) y después al Musée de Beaux-Arts de Montréal.



@luisaespino4