Leander Schonweger: Our Family Lost, 2017. Foto: Sahir Ugur Eren

Organizada por la Fundación para el Arte y la Cultura de Estambul (IKSV), la 15° Bienal de Estambul arranca bajo el título Un buen vecino, una muestra comisariada por Elmgreen y Dragset que elude los fuegos de artificio y se centra en una visión precisa de nuestro presente. Participan en ella 60 artistas.

En esta ciudad a la que unos y otros le han ido poco a poco quitando las ganas de ser europea, mucho recuerda a aquella Europa no tan lejana en la que había cosas de las que no se podía hablar en la calle, en un bar, en el mercado y, por supuesto, en un taxi. Al que manda con puño firme ni se le menta, y a los extranjeros que lo hacen se les mira con admiración, como alabando su valentía. Estambul está perdiendo la gracia. Si la autoridad llega a husmear en tus conversaciones con amigos en un parque, estos dejarán de ir, y por eso el Parque Gezi, junto a Taksim, uno de los lugares más populares del bullicioso barrio de Beyoglu, tiene hoy un aspecto desolado. Está vacío. En 2013, una manifestación pacífica por la poco sospechosa inquietud ante la tala de unos árboles del parque terminó con carreras de la policía y cuatro muertos. Coincidió con la inauguración de la Bienal organizada por la comisaria turca Fulya Erdemci, que se vio obligada a prescindir de los espacios públicos que en ediciones anteriores habían sido utilizadas como sedes. La bienal aquí siempre ha tenido una relación intensa con la ciudad porque a la gente en Estambul le gusta la calle, pero hoy lo público es un asunto vidrioso, y más en relación con el arte, que aquí se mira con lupa.



Elmgreen y Dragset, danés y noruego, han actuado con inteligencia en su exposición A Good Neighbour. Han evitado las algaradas panfletarias sin dejar de contar lo esencial: que el mundo se nos hace cada vez más pequeño, que menguan los espacios de libertad, que cuanto más accesible parece la información más lejos se esconde la verdad, que el suelo que pisamos se hace cada vez más abrupto e intransitable, como nuestras ciudades, que proyectan una imagen inmaculada pero nos condenan a atmósferas irrespirables. Esto lo hemos contado ya mil veces, pues es el asunto central y casi único en un momento en el que todo parece ya dicho y en el que no hay discurso curatorial que resista a la estandarización. La cuestión es cómo contarlo, y Elmgreen y Dragset lo han hecho con brillantez y sin necesidad de levantar barricadas. Han montado una exposición de dimensiones reducidas, con sesenta artistas que en su mayoría han producido proyectos específicos bajo su atenta supervisión, con un montaje impecable, sin estridencias, museístico, y con una selección de obra urdida con precisión. Combina un buen puñado de proyectos específicamente para la bienal con otras ya hechas y otras históricas. Todo está instalado donde se espera, algo que no siempre es bueno pues nunca está de más evitar lo predecible, pero Elmgreen y Dragset han situado los diferentes trabajos en el lugar que cualquiera esperaría, y parece que no podrían estar en ninguna otra parte. Supongo que hay que ser artista, tener otros ojos, para hacerlo así.



Henrik Olesen: Cables, Keys, Glasses, Lights, 2017. Foto: Sahir Ugur Eren

El montaje más académico se percibe con especial nitidez en las salas del Pera Müzesi. Lideran la inspección de lo doméstico y de una intimidad cincelada por el desasosiego piezas históricas de Louise Bourgeois y Monica Bonvicini, ésta heredera aquí de aquella, que apuntan al hogar como espacio de alienación para la mujer. A ellas se suman Berlinde de Bruyckere, la formidable argentina Liliana Maresca y la joven Aude Pariset -que compensa el historicismo con una pieza de hoy- y juntas esbozan impecablemente el sentimiento asfixiante de vivir atrapada entre cuatro paredes. Tiene fuerza esta sala.



Transitamos con naturalidad entre lo micro y lo macro, de la intimidad del hogar a la geopolítica global. Nadie nos sugiere un recorrido y, a excepción de la citada sala en Pera Müzesi, no hay espacios temáticos. Lo que da enorme consistencia a toda la exposición es que todas las obras surgen de la experiencia personal, y esto provoca algo esencial: nos reflejamos en todo lo que vemos. El apego sincero a la experiencia que aquí se proyecta es la verdadera postura de resistencia de esta bienal y lo que permite prescindir de vociferantes proclamas políticas, que habitualmente se desvanecen, la mayoría, con la menor brizna de viento. Deténganse ante Henrik Olesen y el espacio vecinal voyeurista que construye en torno a sí a partir de llaves y gafas como elementos iconográficos. Olesen es el buen vecino que mira y deja mirar.



El buen vecino pasea asombrado por sus ciudades cambiantes, por parques que fueron y que hoy son insípidos locales sin alma. El buen vecino asiste atónito a la imposibilidad de vivir en su barrio por los precios que hoy triplican los de ayer. Al buen vecino le callan la expresión y apenas dice nada ya, como en el fabuloso fresco de la marroquí Latifa Echakhck, ya demolido, que representa grupos de gente reunida, tristemente en silencio ahora. El buen vecino no vislumbra el futuro porque vive en un presente detenido, una vida en suspenso. Quiere mirar por la ventana en busca de lo que está por venir, pero el buen vecino es la ventana misma, sin nada a uno y otro lado. El buen vecino que es artista no invierte su tiempo en inanes investigaciones si no están ligadas a su propia experiencia. Solo quiere contar lo que le pasa.



@Javier_Hontoria