Minia Biabiany: Toli toli, 2018. Foto: Timo Ohler

La Bienal de Berlín celebra su décima edición con una exposición contenida y sin algaradas que reúne a 46 artistas y colectivos en su mayoría procedentes de África y el Caribe. Bajo la dirección de la comisaria sudafricana Gabi Ngcobo, la bienal apuesta por trascender las ideas, ya manidas, de periferia y subalternidad.

Cuando se cumple la décima edición de la Bienal de Berlín, uno de los principales elogios que cabría hacer del recorrido trazado hasta ahora es su notable sentido de la anticipación, encomiable por la velocidad a la que ocurren las cosas, por el vértigo que produce tanto cambio. Los riesgos asumidos y el alcance de las preguntas formuladas han logrado desmadejar algunos de los embrollos más complejos de un statu quo fracturado que tiene en Berlín su encarnación más nítida, sobre todo en asuntos como el postcomunismo o la decolonización.



En las últimas cuatro ediciones, la de Berlín ha logrado encontrar un lugar al margen de los discursos clonados que caracterizan el resto de bienales internacionales. Redujo su escala, que se alejaba de los grandes festivales inabordables de otras citas; abandonó la retórica de los espacios devorados por la historia de los que la bienal hizo bandera en sus inicios, algo que Kathrin Rhomberg había llevado al extremo en 2010 en aquel gigantesco edificio ruinoso en Oranienplatz, y acotó el campo de acción, centrándose en problemas específicos y evitando los habituales cajones de sastre. En 2011, el patronato confió la dirección artística al polaco Artur Zmijewski, que el año siguiente reventó la fiesta con un alegato radical en favor del cambio social, una empresa que debía rechazar el ensimismamiento del sistema del arte que había observado en sus predecesores, en especial, imagino, su compatriota Adam Szymczyk quien firmó, junto a Elena Filipovic, la bienal de 2008, una exposición bellísima pero inane, supongo, a sus ojos. Trajo cola el proyecto del polaco, con la gente ansiosa en busca de obras de arte entre tanto panfleto. La vuelta al orden con la bienal de Juan Gaitán no implicó una pérdida de intensidad pues, a través de un arte más reconocible, ponía el acento en el vidrioso asunto del patrimonio nacional y en las oscuras circunstancias que lo trajo hasta aquí. Lo hizo sagazmente, desde la institución misma. Y hace dos años, el colectivo neoyorquino DIS, dibujaba la peor cara de la tecnología en una exposición por momentos pavorosa que eliminaba la memoria y el futuro, dilatando en el tiempo un presente insoportable.



Lydia Hamann & Kaj Osteroth: Admiring Elaine Sturtevant, the razzle-dazzle of thinking, 2015. Foto: Smina Bluth

El lema de esta edición, que está firmada por la sudafricana Gabi Ngcobo y un equipo de otros cuatro comisarios, es We don't need another hero, la famosa canción de 1985 de Tina Turner. El tema desprende una épica que poco tiene que ver con la que destila la exposición, que tiene bien poco de protesta y mucho de la orgullosa asunción de una singularidad que no tiene ya que ser reivindicada. Todo lo que vemos en esta Bienal es el reflejo de una subalternidad que no necesita nuestra mirada paternalista, por eso tendríamos que encontrar otra palabra que pudiera sustituir a "subalternidad", pues esta ha dejado aquí de considerarse como tal.



¿Recuerdan la pasada Documenta, en la que los artistas, ya casi asfixiados, llamaban a la resistencia desde lejanos reductos todavía no invadidos por las hordas letales del capitalismo? Este sentimiento está ausente en Berlín, pues el elenco de artistas, en una inmensa mayoría mujeres y procedentes en buena parte de África y de comunidades caribeñas, proclaman, desde sus respectivos contextos, su indiferencia hacia miradas ajenas y fútiles gestos externos. Aquí no hay llamadas a la resistencia. Más bien quieren que las dejemos en paz, cansadas de la hipocresía con la que el primer mundo purga su culpa.



Esta bienal tiene poco de protesta. Asume con orgullo una singularidad que no necesita ya ser reivindicada

El montaje suscita cierta ambivalencia, pues es el habitual en las exposiciones que pueden verse en instituciones europeas. Es equilibrado y limpio, pero muy occidental, al cabo. Lo veo acertado, pero no por ser el tipo de montaje al que soy afín, sino porque delata la extraordinaria serenidad que envuelve la exposición, por más que haya trabajos de contenido crítico que rara vez incurren en la altanería. Esto se da sobre todo en Kunst Werke, con su ritmo sostenido y amable. Miren el trabajo de la estupenda fotógrafa polaca Joanna Piotrowska, cuyo espacio en la tercera planta bien podría haberse visto en un Liste o un Sunday, las ferias de galerías jóvenes de Basel y Londres. Presenta Piotrowska imágenes que nos cuentan que toda acción colectiva ha de estar supeditada a un fortalecimiento de la subjetividad. Junto a ella, unas magníficas piezas de madera de la histórica afroamericana Mildred Thompson comparten ese mismo sentir. Alejada de las barricadas en los convulsos sesenta y setenta en Estados Unidos, optó por construir una mitología personal con la que entender la lógica interna del universo.



Vista de las piezas de Mildred Thompson. Foto: Timo Ohler

Se dicen los comisarios tendentes a las estructuras de trabajo colaborativo, pero en la Bienal prevalecen las historias personales, y si aparecen vínculos con la comunidad lo hacen desde planteamientos ficcionales, rayanos, en ocasiones, en lo onírico. Es común cierto interés por lo desconocido de inclinación romántica, pero no hay urgencia de escapar.



Kunst Werke es el cuartel general de la Bienal, y el que tradicionalmente abandera el discurso de la exposición, pero es una sede que ha venido perdiendo protagonismo en anteriores ediciones y también lo hace aquí, pues es la Akademie der Kunst, en el barrio de Charlottenburg, la que con mayor acierto refleja el discurso de los comisarios. Tiene un arranque soberbio, con trabajos magníficos de Firelei Báez en los que subvierte episodios históricos para desviarlos hacia narrativas ficticias en un formidable ejercicio con collage y pintura. Hay aquí una extraordinaria selección de trabajos en video, de metraje razonable y enorme interés, como los de Mario Pfeifer o Minia Miabiany, esta última centrada en la reconfiguración de tradiciones locales en el ámbito rural de la isla de Guadalupe. En el patio está la obra de Özlem Altin, una joven turca de segunda generación, cuyas imágenes, aleatorias en apariencia, no parecen plegarse a tiranía discursiva alguna o al menos a cuanto de hegemónico y enlatado tiene mucho de lo que tendemos a ver por ahí. En esto conecta con el tono general de la exposición y es lo que hace de nuevo de la de Berlín una bienal distinta.



@Javier_Hontoria