Sí que es raro que, antes de esta, no se hubiera organizado en el mundo ninguna exposición centrada en las indudables aportaciones de Paul Gauguin (París, 1848 – Atuona, Islas Marquesas, 1903) a la modernización del género del retrato, dada la gran cantidad de muestras que se le han dedicado. Recordemos, sin embargo, que su anterior gran exposición en Londres, Gauguin. Maker of Myth (Tate Modern, 2010) ya analizaba la construcción de su propia identidad como artista salvaje y maldito, que es uno de los principales propósitos de ésta, en la que el autorretrato, en sentido expandido, tiene el mayor protagonismo.
El enfoque exclusivo en el retrato puede parecer pobre y tal vez guiado por esa tendencia fácil a interpretar la obra a través de la biografía, y más cuando ésta es novelesca. Credit Suisse es “socio” (partner) de la National Gallery y su patrocinio de una exposición anual impone unos condicionantes: se privilegian proyectos atractivos para el gran público y para los medios, que cumplan sus objetivos de marketing indirecto. Pero la exposición y, sobre todo, el catálogo consiguen establecer que este del retrato es un terreno fértil para conocer más a fondo las singularidades de Gauguin. Porque usó el género, nos dicen los comisarios Cornelia Homburg y Christopher Riopelle, de manera muy consciente para hacerse valer como artista: creando un personaje complejo y fascinante en sus autorretratos –algo ya más estudiado– y tratando a menudo los retratos como ejercicios programáticos de “personalidad” artística con los que conquistar primero y afianzar después, desde el exilio polinesio, la elevada posición en el escalafón artístico que reclamaba. Esos retratos, de formato pequeño o mediano, rara vez estaban destinados al público y no tuvieron gran demanda en el mercado, aunque en sus primeros tiempos en Tahití creyera que se iba a ganar muy bien la vida inmortalizando a los ricos colonos; los ojos que debían apreciarlos eran los de sus colegas artistas y los de los críticos y marchantes que pudieran impulsar su carrera.
Gauguin fue transformándose con ayuda de diversos "disfraces" e incluso mutando para acercarse al personaje que quería encarnar
La exposición –que coproduce la National Gallery de Canadá, en Ottawa, desde donde llega a Londres– está bien ordenada, por tipos de retratos y etapas, con un enfoque muy museístico: presentación espaciosa y conservadora de las obras, sin ningún contexto documental. No es una muestra grande y aunque todas las salas se disfrutan, por la elevada calidad de las obras, resultan sucintas. La primera, con nueve autorretratos –a los que se suman otros cuatro en las siguientes–, es apabullante y muestra cómo Gauguin fue transformándose con ayuda de diversos “disfraces” e incluso mutando de apariencia física al exagerar sus rasgos más reconocibles y carismáticos para acercarse al personaje que quería encarnar en cada momento: el bretón ancestral, el indio –tuvo un bisabuelo peruano, en realidad de origen español–, el mártir, el proscrito… para acabar curiosamente, en una obra de sus últimos años, por darse visos de romano (de provincia oriental, eso sí) en esa triste efigie con anteojos que hace pensar en los retratos de El Fayum.
Son emocionantes y en muchos casos extraordinarios los retratos de su familia –su mujer y dos de sus cinco hijos, a los que abandonó sin pestañear para hacerse artista– y de sus colegas más cercanos, con los que orquestaba verdaderos duelos retratísticos en los que medían su originalidad y su atrevimiento. Así, el que hace de Charles Laval, cuyo rostro queda más fuera que dentro del lienzo, es de una gran audacia. Los comisarios destacan la importancia que tuvieron para Gauguin Meijer de Haan y Vicent van Gogh pero no han conseguido los mejores retratos que hizo de ellos y las obras no reflejan adecuadamente esos intensos vínculos.
Una de las facetas de Gauguin que más interesan hoy es su postura en relación a los polinesios nativos, sometidos a la dominación colonial y a una rápida aculturización. Aunque tuvo públicas trifulcas con las autoridades francesas –aquí se ve una caricatura escultórica del rijoso obispo local– y celebró las formas de vida tradicionales, está claro que utilizó sus privilegios y que, sobre todo en los primeros tiempos como expatriado, miraba a través del filtro del anhelo exoticista del que se había impregnado en la Exposición Universal de 1899, detonante de su huída de la civilización. ¿Hasta qué punto son retratos las figuras de nativos en obras como las que se exponen ahora? Elizabeth Childs, en el catálogo, habla de “etnorretratos”: importa más el tipo que el individuo y las expectativas del cliente occidental que la verdad fisiognómica, psicológica o social del modelo, presentado en un envoltorio decorativo y simbolista.
Quizá la tesis más original de la exposición sea que Gauguin hizo en el Pacífico retratos “subrogados” de algunos de los artistas que tuvieron más peso en su evolución: son bodegones que representarían a Van Gogh, De Haan o Cézanne. Creo que es abusivo considerarlos como retratos –serían más bien homenajes– pero es certera la atención a las naturalezas muertas, que están bien vivas en estas y otras obras, en especial cuando incluyen cerámicas o tallas que se animan en ídolos siniestros. Algunas de ellas se muestran en las salas, punteando un recorrido que se cierra con un documental que se exhibirá en cines británicos. El blockbuster está servido.