Markus Löpertz, El príncipe de la guerra
El guerrero, 1993. Bronce. 120 x 300 x 200. KunstMuseum de Bonn
La obra de Markus Löpertz (Bohemia, 1941) se enmarca dentro del neo-expresionismo alemán. Su evolución podría divirse en cuatro períodos: una primera etapa (1962) que deriva en la "pintura ditirámbica", en la que exalta la fusión del hombre y la naturaleza. Tras un viaje a Italia (1970) comienza una segunda época marcada por la "pintura de motivos" que termina en 1977, al iniciar su "pintura de estilo", en la que prescinde de aquel para dar paso a la forma. En los 80 trabaja ya en sus primeras esculturas en yeso con evocaciones cubistas y, posteriormente, en bronce pintado para recuperar la figura humana.
Esta exposición, pesadamente masiva, opta por no incluir la obra de los 60, quizás porque ya se había visto en el Reina Sofía en 1991 o tal vez porque pretende explorar interrelaciones. Es una decisión dudosa ya que Löpertz se autodeclara hijo de los 50 y la obra de 1963-1975 es clave no sólo para entender su desarrollo sino a toda una época. Y ¿por qué lo digo? Porque constituye una de las respuestas mas acertadas al pop norteamericano con su himno, gloriosamente superficial, al consumo. Sin embargo, había otras realidades y Löpertz, nacido en el este de Alemania, lo sentía en su propia piel. Su obra sirve de aviso y reafirma el peso de otras tradiciones. Löpertz elige sus propios motivos "bobones". No se trata de hamburguesas o pasta de dientes, sino de campos de espárragos, troncos, o cascos militares. Reduce estas imágenes a una potencia energética formal, casi minimalista. Es decir, ¡si le caen encima le aplastan! Y frente al materialismo vulgar y la prepotencia cultural americana de los 60 fácilmente podrían hacerlo. Son imágenes de una presencia dramática, clásicamente alemanas por su afirmación de poder y confianza en si mismas y a la vez son austeras, sombrías, y, sobre todo, calculadas hasta el ultimo detalle. La impetuosidad y naturaleza expansiva de Löpertz es escénica y wagneriana. Así, poco hay que sorprenderse cuando Löpertz dice que los ditirambos son una invención de la voluntad. Son los puntos de arranque de su poética y subyacen a la brutalidad sofisticada y a la elegancia cabezuda de su escultura. Nos ayudan a situarnos frente a la lectura de Löpertz de la historia de arte como elemento esencial en su propia bildungsroman. Como dice Jaime Siles, la obra de Löpertz es una "pintura cultural, pero en existencia belicosa". Löpertz se mide con su propio museo imaginario como una manera de afirmarse existencialmente, ya que se ve como parte del continuum histórico. Reafirma sus raíces en esta tradición que va desde la antigöedad clásica hasta las figuras incuestionables de la modernidad, construyendo la obra sobre estas lecturas beligerantemente eurocéntricas.
Löpertz propone una forma de sintaxis brutal pero pulida, violentamente seductora, y cuidadosamente elaborada. Es constructiva por el énfasis que pone en las tensiones interrelacionadas entre las partes, y a la vez destructiva por la naturaleza polémica y agresiva de su propósito. A Löpertz no le interesa hablar de la realidad y su provocadora postura ante ella significa que lo único que se ha de hacer es situarse dentro. Hace de la Historia del Arte una reinterpretación analítica o metanarrativa, consciente de que en el mundo contemporáneo se ha convertido en material para ser reutilizado, y que es, para el pintor, uno de los registros más íntimos del universo de las formas. Al insistir en lo "figurativo" no pretende aprehender la realidad sino abstraer su esencia. Me acuerdo aquí del comentario de Godard cuando dice que lo importante es la imagen que tenemos de nosotros mismos; y Löpertz la encuentra primero en los ditirambos, donde buscó una interpretación extática mediante la imagen provocativa y pulida, y en segundo lugar, con los cuadros-estilistas y su escultura, en los que todo es, en potencia, forma, y, así, potencialmente evocador de un orden nuevo.
Löpertz es un artista prolífico y desbordante, la victima voluntaria de su propia creación. Sin embargo, déjenme hacer una pregunta: ¿necesitamos a estos príncipes de la pintura en este momento? ¿Sirven de contrapeso a los Bush, los Berlusconi, o las pobres versiones de nuestra propia cosecha? ¿O son imágenes de un poder incapaz de cuestionarse? ¿Tenemos que tener en cuenta una obra tan densa y altamente conservadora en las circunstancias actuales? ¿Que papel podría asumir el arte en la reconstrucción de un espacio político dialogante, transnacional, y éticamente comprometido? ¿Quiere hacerlo o prefiere seguir en su bonanza mercantil? ¿Podría servir a la política sin renegar de si mismo, o es que su pretensión a la autonomía no ha hecho más, durante la modernidad, que esconder su plena participación en los juegos del poder? La vuelta a la pintura de los 80, en la que participa esta generación de artistas alemanes, lo declara una vez más con toda su fuerza ambigua. En esta exposición hay un esplendor creativo acompañado de un concepto de triunfo cultural poco dispuesto a dialogar. Y aquí discrepo con Siles cuando nos habla de ditirambos de la nada. Quizás del néant sartriano, tan característico y auto-suficiente de la modernidad occidental.