Image: Modigliani, un manierista moderno

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Exposiciones

Modigliani, un manierista moderno

El Thyssen exhibe más de 126 pinturas del artista

7 febrero, 2008 01:00

Retrato de Dédie Odette Hayden, 1918.

Hasta el 18 de mayo

Primitivo, gótico y ultramoderno a un tiempo, el enigma Modigliani (1884-1920) acaba de apoderarse del Museo Thyssen y de la Fundación Caja Madrid con más de 126 pinturas suyas, de sus maestros (Cézanne, Picasso, Brancusi) y de los artistas de su tiempo. La exposición, que por primera vez recorre la trayectoria de una de las grandes figuras del arte del siglo XX y que ha sido comisariada por F. Calvo Serraller, puede visitarse hasta el 18 de mayo.

Deslumbra, imponente, el frontispicio de esta exposición, al presentar el cuadro juvenil de El violonchelista de Modigliani dialogando con nobleza y naturalidad admirables nada menos que con el célebre Muchacho del chaleco rojo de Cézanne. Importa destacar no sólo la sorpresa de este diálogo imprevisto, hecho ahora posible en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid gracias a la generosidad de los préstamos de la Colección Abelló (el lienzo de Modigliani) y de la National Gallery of Art de Washington (el óleo de Cézanne), sino también el hecho de que esta relación dialéctica de la pintura de Modigliani con la obra del gran maestro francés expresa muy bien el posicionamiento de ambos artistas reafirmando las raíces de nuestra gran tradición pictórica, y, al mismo tiempo, su pertenencia a la concepción revolucionaria del arte moderno, gracias precisamente al carácter privativo de sus creaciones.

Modigliani conoció el conjunto de la obra de Cézanne en la exposición que el Salón de Otoño de París le dedicó al maestro en 1907 -un año después de su fallecimiento-. Aquella pintura de confrontación tan directa con la naturaleza, de armonía tan construida y de tan correcta colocación en las gradaciones de color, le impresionó tanto que no tardaría mucho en someterse a la concentración formal de la figuración cézanniana. Ello hizo que Modigliani no militara claramente en ninguna de las opciones o "modelos" vanguardistas de aquellos años, por más que se significara en su interés por el cubismo sintético. De aquella actitud "de reserva" se iba a derivar luego una especie de menor aprecio o de incomprensión del valor de su pintura por parte de la crítica y de la historiografía más inclinadas hacia las actitudes rupturistas concretas. Y ha sido así cómo la obra de Modigliani ha tenido que sufrir un largo purgatorio de apreciaciones críticas "con reservas", por más que, eso sí, haya contado siempre con el gusto y favor del coleccionismo, y con la adoración del gran público. De esta manera, el reconocimiento "oficial" de su arte ha sido tardío, y se ha consolidado en especial a partir de 1980. Dentro de esta línea, que, tras el declive de la hegemonía del criterio vanguardista, está favoreciendo lecturas más libres sobre el ancho proceso y las aportaciones muy diversas del arte de la modernidad, se inscribe esta exposición, en la que su comisario, Francisco Calvo Serraller, se plantea analizar la figura y la obra de Modigliani, y valorarlo sacándolo del "muy sospechoso cajón de sastre de la llamada Escuela de París, donde iban a caer todos aquellos con los que no se sabía qué hacer".

El conjunto de dibujos, pinturas y esculturas de Modigliani brilla aquí con intensidad y luz renovadas, al contemplarse fuera de los niveles acomodaticios de aquella imprecisa y confusa Ecôle de París, y al vincularse a sus fuentes de origen (el aprecio de los antiguos pintores de Siena y de los maestros del manierismo italiano, así como el interés por las máscaras africanas primitivistas), y al disponerse al lado de sus maestros modernos efectivos (en especial, Cézanne, Picasso y Brancusi) y al relacionarse con la modernidad de la producción de sus amigos inmediatos: de una parte, con el círculo "marginal judío" de los rusos Marc Chagall y Chaïm Soutine, que Modigliani completaba en su condición de italiano de padres sefarditas; y, a otro respecto, con sus compañeros de aventura entre Montmartre y Montparnasse: sobre todo, Lipchitz, Kisling, Zadkine, Foujita y Maurice Utrillo. Atendiendo a estos géneros de relación, las 126 obras de la exposición se ordenan en dos sedes: las cuatro salas del Museo Thyssen-Bornemisza, en las que se relaciona a Modigliani con sus maestros, mientras que los cuatro espacios de la Casa de las Alhajas de la Fundación Caja Madrid exhiben los criterios estéticos y los intereses plásticos que Modigliani comparte con sus amigos íntimos.

La obra de Amedeo Modigliani (Livorno, 1884-París, 1920) se produjo casi por entero en París, donde él llegó en 1906, tras realizar estudios académicos en Florencia y Venecia. Hijo de una familia acomodada, su vida fue trágica y breve, sufriendo de repetidas enfermedades pulmonares desde su infancia. Viajó por Italia a la busca de climas benignos, interesándose en Nápoles por la escultura griega y romana, y en Venecia por el arte de los maestros sieneses del XIV. Al propio tiempo recibió de su madre una esmerada formación literaria. En las Bienales de Venecia de 1903 y 1905 descubrió los rumbos del arte moderno en las obras de los impresionistas y de Rodin. Como testifica la exposición, a su llegada a París, Modigliani se interesó por la pintura de Toulouse-Lautrec, Gauguin y, sobre todo, Cézanne, cuya obra llegó a abrumarle. Sin embargo, al conocer a Brancusi comenzó a experimentar con la escultura desde el concepto y la técnica de la talla, relegando los criterios del modelado. La amplia sala segunda de la exposición en el Thyssen muestra los frutos de la estrecha vinculación de Modigliani con Brancusi, relación que se vio potenciada con el entusiasmo que le provocaban las máscaras del arte negro y la producción de carácter primitivista de Picasso. Sus tallas y dibujos de Cabezas y Cariátides resultan de gran pureza formal, y de una muy singular belleza, pero abandonó su práctica, debido a las dificultades respiratorias que le producía la talla de maderas y piedras. Con todo, sus dibujos y pinturas sucesivas, las realizadas a partir de 1915, muestran cómo Modigliani aprendió de la escultura a entender las figuras de sus diseños y de sus cuadros como relieves escultóricos, y, más adelante, como dibujos de contorno incisivo que aísla de los fondos a las figuras. Durante toda su vida le interesaron la estatuaria medieval francesa y española, pero también el goticismo modernista de Lipchitz y Lehmbruck.

Los retratos constituyen el plato fuerte de su producción y de esta muestra, dando cabida en ellos tanto a las efigies de sus amigos literatos, artistas y coleccionistas, como a los iconos de sus sucesivas amantes, y asimismo de los variopintos personajes de los barrios parisinos en que discurrió su vida de bohemio y de enfermo, minado por la tisis, el alcohol y las drogas. Su condición de artista maldito desaparece en las imágenes y en el color rutilante -dotado de luz interior- de sus figuras, en las que el dibujo realza el alargamiento lineal de los rasgos, pero manteniendo el carácter de cada efigie. Este goticismo de los cuellos y de los torsos, al que se suman los efectos simbolistas de los ojos muy juntos, y de las miradas entornadas o "vacías", así como la languidez y el rebuscamiento de las poses, han hecho que parte de la crítica considere a Modigliani un manierista moderno. También lo testifica en esta muestra la sala dedicada a sus estupendos desnudos, con rostros que recuerdan máscaras y con cuerpos alargados y voluntariamente distorsionados. Un exceso de elegancia se contrapone a su expresiva sensualidad, que remite casi a Botticelli, pero sin olvidarse de los ritmos de Matisse. Salimos de la exposición pensando que Modigliani impuso la elegante armonía de sus figuras serenas, vinculando para siempre los desnudos de la modernidad con las Venus reclinadas del Renacimiento.