Image: Harold Edgerton, lo que el ojo no ve

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Exposiciones

Harold Edgerton, lo que el ojo no ve

Harold Edgerton. Fundación BBVA. SALA AZCA. Paseo de la Castellana, 81. Madrid. Hasta el 25 de julio.

18 junio, 2010 02:00

Bala atravesando unos globos, 1959

El ingeniero eléctrico Harold Eugene Edgerton (Fremont, Nebraska, 1903 - Cambridge, Massachusetts, 1990), inventor, en 1926, del estroboscopio -sistema de iluminación parpadeante que produce destellos de gran intensidad lumínica en sólo una millonésima de segundo- fue profesor e investigador en el prestigioso MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts), que aún hoy honra su nombre en el Edgerton Center, laboratorio de experimentación para alumnos. Con su innovador flash comenzó en 1932 a hacer fotografías de motores en movimiento con procedimientos cada vez más sofisticados que sirvieron luego no sólo a propósitos científicos, tecnológicos, militares, deportivos y médicos sino también a la divulgación científica. En este sentido, su divertido cortometraje Más rápido que un parpadeo (1940), que le valió un Oscar y que se proyecta en la sala de exposiciones, alcanzó una gran difusión; en los años 50, colaboró asiduamente con el mediático oceanógrafo Jacques Cousteau, desarrollando los sistemas de iluminación para filmar el fondo marino en los que había comenzado a trabajar en los 30. El circuito del arte, de la fotografía artística, se interesó enseguida por sus hallazgos: en 1937, 1947 y 1967 sus obras fueron incluidas en colectivas en el MoMA; pero el gran espaldarazo se lo dio, con una gran retrospectiva, el International Center of Photography de Nueva York en 1987.

Edgerton hizo contribuciones importantísimas al conocimiento de la realidad al permitirnos superar las limitaciones de la percepción humana, de lo que el ojo es capaz de ver. Y, al igual que otras tecnologías de la visión, como el microscopio, el telescopio, la radiografía o los infrarrojos, las suyas revelaron algo fascinante: hay todo un universo de belleza que el hombre no puede contemplar a simple vista. Una belleza autónoma. Algunas de las fotografías de Edgerton tienen, sin que fuera ésa su intención principal, grandes cualidades estéticas. Más allá de su perfeccionamiento de las investigaciones, también científicas, de Muybridge y Marey, reprodujo formas inéditas que deslumbran al amante del arte. Aunque se dedicó también a temas más amables -inmovilizó por vez primera las alas de un colibrí-, son particularmente reveladoras las fotografías de explosiones, que conjugan armonía y violencia: con el uso de pantallas de tela reflectante pudo mostrar los diferenciales de presión en una explosión de dinamita; con papel fotosensible, sin cámara, dibujó un impactante teatro de sombras desencadenado por las ondas expansivas del avance de una bala...

En 1932, cuando aún se dedicaba a estudiar los motores, dirigió su objetivo al chorro de agua que salía del grifo de su laboratorio. En ese momento comprendió que estaba rodeado de realidades visuales secretas y, además, nació entonces una de sus fijaciones: el comportamiento de los líquidos en movimiento. La célebre gota de leche creando una perfecta corona resulta una simpleza al lado de los increíbles globos con protuberancias monstruosas y bellísimas que se generan en los primeros microsegundos de una explosión atómica. En 1952, en Nevada, registró con una cámara denominada Rapatronic algunas de las detonaciones realizadas en los campos de prueba de la Comisión de Energía Atómica. En una de las fotografías vemos aún las siluetas de los cactus conocidos como árboles de Josué antes de ser borradas por el calor. Algo digno de verse que, esperemos, nadie podrá ver nunca más.