Vista de la exposición en la galería Elvira González de Madrid.

Galería Elvira González. General Castaños, 3. Madrid. Hasta el 31 de enero.

Es la primera exposición individual que se celebra en la Galería Elvira González del artista norteamericano. En ella se podrán ver tanto sus conocidos mobiles como gouaches, figuras de alambre de acero y joyas.

Una de las personalidades más singulares de la escultura internacional a quien se le está prestando hoy una destacada atención revisora es la de Alexander Calder (Filadelfia, 1898-Nueva York, 1976). Así lo testifican las grandes exposiciones que, en los últimos años, le viene dedicando el circuito de los museos, abordando nuevos perfiles de su producción. En esa línea, el Iwaki City Art Museum (en 2000) y el Museo de Arte Moderno de Toyama (2001) han analizado las relaciones de influjos mutuos entre la escultura de Calder y el arte japonés; a su vez, los museos Guggenheim Bilbao y Reina Sofía de Madrid subrayaron -en la muestra Calder: la gravedad y la gracia (2003-04)- los valores que alcanza la particular combinatoria que el artista establece entre las exigencias de la ley de la gravedad y las cualidades casuales, azarosas, de la acción natural y del juego; por su parte, el MoMA en San Francisco y en Nueva York (2006-08) ha aquilatado los particulares perfiles surrealistas de Calder; el también neoyorkino Whitney Museum (2008) ha reevaluado las contribuciones personales de este maestro a la plástica contemporánea; por su parte, el Centro Pompidou de París (2008-09) ha organizado una muestra para detallar la primera estancia parisina de Calder, acaecida entre 1926 y 1933; y el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago ha considerado -en Alexander Calder. Form, Balance, Joy (2010)- la peculiaridad que expresan en esta obra los desarrollos de la forma, los juegos aéreos de ritmo y equilibrio, y la alegría o simpatía que acompaña a las cosas sencillas.



Es lógico que este empeño de hacer un registro y reconocimiento nuevos de Calder llegue también a las salas más prestigiosas del circuito del mercado. Así lo testifica ahora la galería Elvira González de Madrid, que presenta una muestra rutilante de esculturas lineales y polícromas suspendidas en el espacio, y de gouaches intensos y vibrantes de color, cuyo conjunto resulta notablemente expresivo de la compleja trayectoria del maestro americano. Ante todo, la exposición respira una atmósfera luminosa, colorista y festiva, de celebración gozosa, recorrida por unas obras a cuyo través Calder logró establecer un diálogo permanente, e intenso, que todavía hoy sorprende, entre las dos grandes tendencias opuestas que él encontró a su llegada a París en su juventud: por una parte, el constructivismo purista de los vanguardistas rusos y el neoplasticismo holandés y, de otro lado, la fantasía ensoñadora de los surrealistas. Siguiendo los vericuetos chispeantes de ese diálogo, el espectador descubre aquí que la originalidad seductora de Calder radica en su capacidad de actuar como una suerte de agente doble, de espía plástico que acertó a ponerse simultáneamente al servicio de dos potencias rivales, dividiendo sus construcciones escultóricas y sus cuadros entre los extremos del purismo formal y del rigor geometrizante de los constructivistas y, por otra parte, de la fantasía humorística y del signo de la gracia y de la improvisación "irresponsable" del surrealismo.



El deslumbramiento que sobre Calder produjeron las rigurosas propuestas estructurales de Mondrian -a quien consideró siempre su maestro inequívoco- y, al mismo tiempo, la pasión que compartía con Arp y Miró -sus mejores amigos- por las formas orgánicas, por el movimiento de las constelaciones, así como por las metamorfosis de la figura humana, animal, vegetal y objetual, todo ello le sirvió de base para iniciar un arte cinético de absoluta originalidad. En este arte, la construcción de sus "móviles" -como los denominó Duchamp- ha supuesto la invención de un género nuevo para la escultura moderna.



Una sucesión de cinco de estos móviles, fechados entre 1956 y 1971, son los protagonistas de esta exposición. Alteran y sensibilizan por completo el espacio de la galería, al añadir a los interiores arquitectónicos una dimensión nueva: la de una mutabilidad muy fluida, que no puede resultar más natural y efectiva. Estos objetos o perchas metálicas, construidas en alambre con maestría ingenieril e infalible instinto poético, y pobladas de hojas, de estrellas y de signos de colores, funcionan como estructuras naturales voladoras, temblorosas, colgadas y deslizantes en el vacío, oscilando y rotando siempre en equilibrio inestable que las abre a cualquier suerte de movimientos, con sólo rozarlas con la mano o con un soplo de aire. Son definitivamente maravillosas. Y están acompañadas aquí por otros testigos del rico quehacer escultórico de Calder: el Retrato de Mr. Uhlan (1938), del ciclo juvenil de sus figuras de alambre de acero dibujadas en el espacio, y la Maqueta para Rosenhof (1953), uno de los también célebres "estables" (según los bautizó Arp) o esculturas monumentales que el maestro construía en metal pintado para fijar en el suelo directamente -sin peana- y transformar los espacios públicos de jardines y ciudades -como apuntaba Werner Hofmann- en "áreas de fusión con el universo entero".