El niño de la peonza, 1738

Comisario: Pierre Rosenberg. Museo del Prado. Paseo del Prado s/n. Madrid. Hasta el 29 de mayo.

El Museo del Prado acerca por primera vez a España la figura de Chardin, uno de los más relevantes exponentes de la pintura francesa del siglo XVIII, maestro del bodegón y de la pintura de género. Un gran desconocido del que sólo se conservan tres pinturas en una colección española (en el Museo Thyssen-Bornemisza) y del que ahora podemos admirar en Madrid 57 obras.

Nadie vio cómo pintaba y se rumoreaba que lo hacía con los dedos. No sería de extrañar, pues acabó sufriendo un envenenamiento, por el contacto con el plomo contenido en los pigmentos, que dañó gravemente su visión y le obligó a dejar el óleo por el pastel. Ese secretismo, la lentitud con que trabajaba y la oportunidad de su "modestia" en un momento de reacción al rococó, fomentaron una demanda que se expandió desde los círculos artísticos y aristocráticos parisinos a las cortes de Áustria, Suecia, Prusia, Inglaterra y Rusia. Con pequeños bodegones y apacibles, casi anodinas, escenas de género. Según Thomas Crow, acertó de pleno con su oferta de "género nórdico", el gusto dominante entre las minorías selectas de París a San Petersburgo, "purificado de su aburrida intención moralizante o de su incómodo humor popular".



Jean Siméon Chardin (París 1699-1779), humilde hijo de un artesano ebanista, casi analfabeto, supo hacer carrera ocupando puestos importantes en la Real Academia -aunque ingresara como maestro en el menor de los géneros, "el talento de los animales y las frutas"-, vendiendo bien, ganando fama también entre las clases populares a través de los numerosos grabados que se hicieron a partir de sus cuadros y progresando socialmente al casarse en segundas nupcias con una viuda rica.



Dramas personales

Su biografía es una aburrida sucesión de informaciones sobre su vida académica, sus encargos y sus comparecencias en el Salon, rota sólo por los dramas personales que tuvo que afrontar: la muerte de su primera esposa y de su hija, y el suicidio de su hijo, al que preparaba para triunfar como el gran pintor de historia que él no pudo ser, ahogado en Venecia. Irónico: Chardin nunca hizo ese Grand Tour que llevaba a Italia a todo pintor con ambiciones. Empezó pintando un conejo del natural y ganó la aprobación de los académicos con esa horripilante raya destripada que se muestra en esta excelente exposición. Comisariada por uno de los grandes expertos en su obra, Pierre Rosenberg, llega a Madrid desde el Palazzo dei Diamanti de Ferrara.



Se han conseguido para el Prado 57 pinturas -hay unas 200 catalogadas- de 35 museos y algunas colecciones particulares. Algunas más que en Ferrara. Como Rosenberg subraya, en España hubo muy poca afición a Chardin y en los museos, salvo en el Thyssen, no tenemos obras suyas, así que ésta es una gran ocasión para conocerle mejor. Si eso es posible. Ya Diderot decía que "no se entiende nada en esta magia". Crow habla de "técnica trascendente" y otros historiadores anglosajones, como Norman Bryson, Michael Baxandall y Michael Fried, han elaborado complejas e interesantísimas teorías -"sobreinterpretaciones", sentencia algo injustamente Rosenberg- relacionadas con la física, la investigación sobre la percepción visual o el contexto sociológico para explicar por qué estos sencillos bodegones han fascinado a artistas y críticos a partir de mediados del siglo XIX.



Le admiraron Manet, Matisse, Soutine, Juan Gris o Morandi. Cézanne, en quien la influencia es constatable, decía de sus bodegones: "Los objetos se penetran entre sí... [...] Se esparcen insensiblemente a su alrededor, mediante reflejos íntimos, como nosotros con nuestras miradas y nuestras palabras... [...] Por eso sorprendió todo ese encuentro, en el ambiente, en las partículas más tenues, ese polvo de emoción que envuelve los objetos".



Juegos y aficiones

La distribución cronológica y en pequeñas "capillas" de las obras permite diferenciar las etapas que atravesó en su larga vida artística. Chardin no hubiera pasado con tantos honores a la historia de haber perseverado en sus primeros bodegones con animales y cacharros de cocina. Pero ya con 38 años empezó a pintar figuras. Y durante cuatro años realiza las maravillosas medias figuras de niños y jóvenes absortos en juegos o aficiones. En esos cuadros, entre otros, basa Michael Fried su interpretación de la pintura francesa del XVIII como una diálectica entre la absorción y la teatralidad, y con algunos de ellos -El niño de la peonza, Una niña jugando al volante, Dama tomando el té y El joven dibujante- se construye en el museo un sublime cuadrilátero en el que el espectador sigue con la mirada las miradas inmóviles de los personajes. Ahí está la "magia" de Chardin, y en los bodegones a los que regresa con casi 50 años, que son ya otra cosa. Las pequeñas escenas domésticas, con más figuras de cuerpo entero, no están a la altura. Cuando hay "lugar", Chardin es sólo un buen pintor más.



Las "figuras absortas" están en ninguna parte; hay mesas o alguna silla pero casi nunca otras referencias espaciales claras. Están de alguna manera en el aire, como la peonza congelada en su giro, la pompa de jabón, o las cartas con las que un niño hace castillos. La afilada tiza del dibujante no se dirige al papel, sino que se clava en ese aire denso. La misma impresión de flotación producen a veces los objetos de sus bodegones, sobre todo en su primera etapa, mal apoyados en repisas que a su vez quedan flotando en un espacio inespecífico y estrecho. En un aire en el que flota el "polvo de emoción" que describía Cézanne.



Uno de los rasgos que distingue la obra de madurez de Chardin es el uso del blanco. En la exposición, hace su gran entrada en la falda de la niña que, con la raqueta y el volante en las manos, se ha quedado mirando algo que está fuera del cuadro. La pintura blanca, aunque muy craquelada -por favor, que la dejen así-, introduce en la composición un resplandor mate que encontramos en obras del mismo año, en la jarra de cerámica del célebre bodegón de la tabaquera, en la casaca del niño que afila su portatizas...; o posteriores: otra vez telas, lozas, yesos.



A Chardin, dice Rosenberg, le costaba pintar. No tenía la facilidad y el brío de otros; todo parece trabajoso y meditado. Él, que pintaba siempre "del natural", no era capaz de representar en condiciones un paisaje, ni siquiera una flor. Alguna escena temprana, como Perro de aguas -no expuesta- se sitúa en un exterior, pero es como de cartón piedra. El joven que hace pompas se asoma a una ventana que parece abrirse a otra habitación; la vegetación que orla una de las tres versiones de la misma composición -otra de las salas protagonistas- podría ser de tela. Quizá acertara la Academia al limitarle al "talento de los animales y las frutas", si no fuera por esas extraordinarias figuras abstraídas. Cuando vuelve al retrato, ya al pastel y con problemas de visión, ha perdido, o ha dejado de interesarle, esa capacidad de suspensión de las figuras, las cosas y las miradas.