Sin título, Roma, Italia , 1977-1978

La Fábrica Galería. Alameda, 9. Madrid. Hasta el 21 de enero. De 4.000 a 6.000 euros.

La atracción por la obra de Francesca Woodman (1958-1981) no deja de crecer a la par que una leyenda que se apoya, como pocas, en el pasado siglo, en el mito del artista precoz, del artista siempre joven, invisible y privado en vida y, final gloriosa y trágicamente, del artista suicida. Tales circunstancias, que encajan sin forzar en la biografía de la malograda norteamericana, se aparecen como huellas indelebles en cada una de sus fotografías, que vamos conociendo como si se tratara de un puzle que contiene un enigma. En España, hasta hace apenas tres años, con cuentagotas, y mayoritariamente gracias a colectivas. Aunque después de la importante retrospectiva de 2009 del murciano Espacio AV y del trabajo de la galería La Fábrica, empezamos a conocerlo más allá de su halo. Esta muestra propone nuevas aproximaciones (casi la mitad de sus 20 piezas son inéditas) y contiene la visión de un mismo relato mediante momentos bien separados de su trayectoria.



En Woodman, la obra empieza y termina consigo misma. La identificación de creación y vida resultan instantáneas: ella puebla el lugar de su arte y es su escenario, y su representación plástica no es otra cosa que la propia representación. Y, sin embargo, como artista rimbaudiana que fue, las paradojas se multiplican.

Una está en la extraña y mágica variedad en la repetición. Como escribió Rocío de la Villa sobre la primera imagen suya que conocemos, ese Autorretrato a los 13 años aquí presente, todo lo que vendrá está contenido ahí y se repetirá durante los siguientes años hasta su fin. En efecto, su tarea puede ser vista como el tejido de un único retrato de la complejidad de la propia existencia. Pero sucede que, al mismo tiempo, cada imagen que conocemos es flamante como un nuevo día. Acaso porque captura sublimemente el código del tiempo fugaz.



Otra paradoja es la que surge de la pugna entre aparición y desaparición, presencia y ausencia. El cuerpo de Francesca, central en sus fotos, es también el de un fantasma, un aparecido. Su representación es la del yo-otro, velado pero cierto. A menudo, su identidad puede leerse con más claridad en los potentes y decadentes escenarios elegidos como lugar de la ceremonia representativa, que en esa omnipresente figura propia. El aparente narcisismo de su búsqueda es ilusorio. La artista cifra el mundo en torno a sí de igual manera que cualquiera lo ciframos en el espejo, al intentar reconocernos. La fotografía, espejo del alma.



Aparte de la profundidad plástica de muchas de estas imágenes, cualquiera de ellas posee algo más. Me parece que tiene que ver con cierta erótica del desvelamiento, con un misterio que cuanto más cerca tenemos, más difícil resulta de entender. Mientras, la fascinación de su obra crece y crece como crece el desierto, desolador e indefinido.