Black Mirror, 2011

Galería Helga de Alvear. Dr. Fourquet, 12. MADRID. Hasta el 10 de marzo. De 120.000 a 450.000 E.

Primera exposición de Doug Aitken en una galeriá comercial. Helga de Alvear muestra la última gran pieza del californiano: una instalación hexagonal tapizada de espejos.

Desde 2004, el reconocimiento a la abrumadora calidad del trabajo de Doug Aitken (California, 1968) no ha dejado de acrecentarse. Aquel año, sus obras fueron mostradas en CaixaForum de Barcelona y en la sala Rekalde de Bilbao, destacando por su rotundidad Interiors (2002), hoy propiedad de la Colección de Arte Contemporáneo de Fundación "la Caixa". Él fue, indirectamente, el protagonista de la presencia de artistas de Los Ángeles con motivo de ARCO 2010, con la instalación The Moment, que ocupaba la descomunal Nave 16 del Matadero Madrid.



Ahora expone por primera vez en una galería comercial, que ha producido la pieza principal de la muestra -con tan buenos resultados como los que cosechó la temporada pasada la producción de Ten Thousand Waves de Isaac Julien- a la que acompaña de fotografías, una caja de luz y una escultura mural con términos verbales, todas ellas obras significativas y reveladoras de las propuestas e intenciones del artista californiano.



La sala principal de la galería, casi a oscuras, está ocupada por una elegante y sobria construcción hexagonal tapizada de espejos, que repiten la figura del espectador y que parecen anunciarle que, cruzado el umbral, todo será reflexión y reflejo. En su interior, las paredes y el techo están cubiertos también por láminas de espejo que multiplican por mil las imágenes que proyectan cinco pantallas de vídeo que emiten una misma película. En algunos momentos observamos en las pantallas ligerísimas pero fundamentales diferencias de distancia y encuadre de la escena; otras veces son imágenes iguales en tres de ellas y diferentes en las otras dos. En todos los casos el espectador ve las dos caras de una misma imagen.



La instalación está directamente vinculada a un proyecto mayor, Black Mirror, que cuenta ya con los distintos montajes de la película y que fue objeto de una performance a bordo de un barco que navegaba cerca de la isla griega de Hidra el año pasado, en la que participaron los actores del filme, como la serena y atractiva Chloé Sevigné, que repetía en directo y sobre un escenario cambiante y multimedia, los fragmentarios diálogos del guión original.



Allí y aquí, los ingredientes fundamentales del trabajo de Aitken comparecen con toda su potencia, al igual que la luz como herramienta base de sustentación de la imagen y desde su estructura emocional. En las películas, fotografías y cajas de luz, incluso en la performance misma, la iluminación y la luminosidad de las personas, objetos y paisajes, es lo que hace especiales a las imágenes, por otra parte, banales, a la vez que descriptivas de lo visible y presente. Destaca el sonido, con una saturación visual que, sin llegar a confundirse con el ruido, conforma la atmósfera auditiva de aeropuertos, terminales de autobuses, paradas de taxis, etc. No olvidemos los orígenes musicales de Aitken y que es el autor del Sonic Pavillion, un enorme pozo taladrado en el suelo de Minas Gerais, en Brasil, por el que se oye el sonido interior de la Tierra.



El relato y el cuento que nos sugiere este artista nos empujan a la disolución de la narrativa, y engulle, a la vez que despliega, el tiempo. En este caso, es una muchacha joven que recorre distintos países del mundo y anuncia un casi interminable catálogo de otros más, comunicándose permanentemente por medio de su móvil u ordenador, y dejándonos conversaciones interrumpidas o argumentos sin dilucidar. También la magia que tienen los encuentros inesperados, como ese batería que interpreta un ritmo sincopado mientras la chica sigue enumerando países.