Les Fleches n°1, 1968
El acercamiento a la obra de Julio González resultaría incompleto si obviáramos el papel continuador que ostentó en su caso la figura de su hija, Roberta González, ya no sólo como artista sino también como albacea intelectual y sentimental de un complejo corpus artístico. Ahora el IVAM le dedica una gran retrospectiva.
La pintora Roberta González (1909-1976) fue la principal valedora de las esculturas de su padre, desde su fallecimiento en 1942. Y por ello, estuvo embarcada en toda suerte de exposiciones "familiares" en galerías europeas y también en las exposiciones institucionales que intentaban blanquear la política artística franquista allende nuestras fronteras. Pero, como subraya Tomás Llorens, comisario de la muestra, "por primera vez, se invierte el orden, y es Julio González quien acompaña a Roberta".
Sin embargo, no siempre fue así. La carrera artística de Roberta González se consolida a lo largo de la década de los cuarenta, tras la muerte del padre, y despega en los años cincuenta, sobre todo a raíz de la separación definitiva de su marido, Hans Hartung, cuando es reclamada también por galerías en Nueva York y Tel Aviv, hasta su inclusión en Post-Painterly Abstraction, comisariada por Clement Greenberg para el County Museum Art de Los Ángeles en 1964.
Esta exposición, presentada como la primera retrospectiva de la artista francoespañola, con cerca de ochenta dibujos, aguadas, pasteles y pinturas, se plantea como una tentativa de interpretación inicial, en donde quizás se hayan cargado demasiado las tintas sobre sus comienzos, al ser un proyecto destinado al IVAM-Centre Julio González, principal depositario de su legado, con casi mil obras del escultor. Aunque Roberta fue alumna de la Académie Colarossi -por donde pasaron Anglada Camarassa, Emily Carr, Camille Claudel, Feininger, Lipchitz, Modigliani o Mucha-, quizás aún más importantes fueron las influencias que absorbió desde su infancia, rodeada de artistas como Torres-García o Brancusi.
En la exposición descubrimos sus primeras obras, ligadas al trabajo "a cuatro manos" en el taller paterno, que es fielmente reflejado en algunos dibujos y que ahora se recrean, acompañados por las esculturas representadas. Después, en la década de los cuarenta, es ostensible su asunción de la omnipresente influencia de Picasso -colaborador íntimo de Julio González-, tras el impacto del Guernica y la amarga experiencia de la Segunda Guerra Mundial, que marcó con acento picassiano la producción expresionista de buena parte de artistas españoles y europeos de su generación. Influjo que Roberta González recorre desde las máscaras africanas hasta la estilización cubista de mujeres que anteponen sus manos al rostro del dolor.
El gran cambio se produce en torno a 1950. Dos tablas negras al óleo, a modo de pizarras, sobre las que bosqueja con líneas blancas su autorretrato en el estudio, marcan una etapa en la que se abrirá al diálogo con creadores y tendencias coetáneas, siempre desde una mirada propia que aglutina el espectro parisino, del informalismo al surrealismo: desde los rostros enyesados y arañados de los rehenes de Jean Fautrier al laconismo de los cuadros grises de Giacometti y los trazos de la abstracción lírica, que ella convierte en sus composiciones en grandes franjas verticales de color sobre las que esquematiza sus figuras femininas. La experimentación es máxima en este periodo, probando su independencia con múltiples técnicas mixtas, aguadas y esgrafiados, collages, plumas, acrílicos y pasteles sobre soportes variados, papeles con rejilla, madera, lienzo y yeso. Donde siempre se impone la depuración en el concepto y en su expresión.
Además, es la época en que se afianza en una iconografía propia: la mujer y el pájaro, que va transformando desde la angustia de su crisis personal, expresada también a través del tema reflexivo de la mujer y el espejo, a la Leda del Torso ardiente ya en los sesenta, cuando el estallido de colores netos y de signos alinean su pintura al giro semiótico de la post-abstracción, que terminará de disolver el nudo entre pureza lingüística y gestualidad y expresividad, característico de este periodo.