Jesús niño repartiendo pan a los sacerdotes, 1678-1679
Gracias a su profunda amistad con Justino de Neve (1625-1685), Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682) realizó algunas de sus pinturas más brillantes y ambiciosas. Muchas de ellas están en esta exposición del Museo Prado que invita a una interesante visita en la temporada de la pinacoteca.
Que este verano coincidan el último Rafael y el último Murillo, pintores que disfrutaron de un éxito internacional que se prolongaría hasta el siglo XIX, pero no después, habla en primer lugar, por su carácter monográfico, de la situación cada vez más complicada que enfrentan los museos para producir exposiciones temáticas. A lo que hay que añadir los denodados esfuerzos de los museos históricos por atraer a un público que responde al reclamo de los nombres de grandes maestros, pero no ante otros excelentes aunque menos conocidos, incluso a pesar del desinterés actual por la pintura religiosa que cultivaron y que hoy es necesario adornar.
Hace dos años, cuando el Museo de Bellas Artes de Bilbao presentó El joven Murillo, se dijo que en su madurez el pintor, aunque había ganado en recursos técnicos, había perdido "garra, inmediatez, frescura y espontaneidad", por lo que para entender al gran Murillo, al que desplazó a Zurbarán de la escena artística sevillana, era preciso escrutar su época de juventud, más próxima a la humanidad de Ribera. Ahora, para rescatar al último gran Murillo, en la plenitud de su talento conceptual, se apela a una noción noble como la amistad, en torno a la que se han reunido un selecto grupo de diecisiete obras, coleccionadas y encargadas por Justino de Neve, desde el gran formato a la miniatura, algunas poco conocidas por pertenecer a colecciones extranjeras. En todo caso, los auténticos amantes de su pintura podrán juzgar y disfrutar.
De igual a igual, ambos hombres con enorme dignidad nos miran directamente, rodeados de sus atributos, que les describen a la perfección. Murillo retrata al canónigo de la catedral de Sevilla para agradecerle el encargo de los cuados de Santa María la Blanca, y le regala la pintura que se sumará a la veintena que llegará a poseer Justino de Neve al final de la vida de Murillo, cuando el pintor le nombra su albacea. El solemne autorretrato de Murillo, con la larga y suelta cabellera, emergiendo de una aureola, denota su rol de artista-genio, junto a la paleta que ha utilizado para realizarlo y sobre la que todavía queda un cúmulo real de pintura, mientras el pintor adelanta su mano saliendo del marco ovalado ¿de un espejo? Solo el autorretrato de Velázquez en Las Meninas y el velado de Goya, pueden compararse como manifiesto de la propia poética. Murillo se afirma como el maestro que domina la unión de lo real y lo ficticio. A lo largo de la exposición, nos convence de que quizás haya sido el único capaz de crear un continuo verosímil entre el sueño y la materia, lo divino y la vida humana.
De aquí el acierto en el montaje de enlazar directamente con la gran tela El sueño del patricio Juan, en donde la aparición de la dulce virgen con el niño parece una visita tan amigable y tan natural como las posturas abandonadas de los personajes dormidos en el aire de laxitud de la siesta, como duerme el libro manoseado y el perrillo faldero acurrucado entre las ropas usadas que se descuelgan, perezosas; como también van cayendo las nubes sobre el paisaje plateado, velazqueño. Y todo esto en un luneto, que le proclama como el último pintor de la vaghezza y de la gracia.
La magia de hacer convivir lo divino y lo humano se repiten en los otros dos lunetos más pequeños, la Inmaculada Concepción, donde juega con la confusión de la fascinación entre la visión religiosa y la representación pictórica; y la más forzada, pero increíblemente eficaz el Triunfo de la fe, donde la figura simbólica se impone a los creyentes. Y así con otros tantos cuadros que nos persuaden de que si las Inmaculadas de Murillo fueron las más imitadas hasta que desapareció aquel género, no fue solo por su dolcezza y resplendor áureo de premonición barroca y rococó, sino porque los coros de ángeles danzando en cualquier escena pintada por Murillo evocaban la vida acompañada y amable, asistida frente al rigor austero y culpabilizador de las vanitas de la Contrarreforma. También son admirables los pequeños nocturnos sobre la obsidiana negra traída de México, imágenes para la oración interior a las que Justino de Neve como otros clérigos acudía siete veces al día. Entre lo sacro y lo profano, la exposición se cierra con una pareja de bellos jóvenes: la Primavera, voluble, y el Verano, impetuoso sobre la tormenta.