Vista de la exposición

Galería Juana de Aizpuru. Barquillo, 44. Madrid. Hasta el 23 de mayo. De 20.000 a 38.000 euros.



Entre 1976 y 1981 el artista conceptual Brian O'Doherty publicó en Artforum una serie de artículos en los que desvelaba lo que escondía la sala de exposiciones, esa caja blanca que se piensa perfecta para contemplar las obras de arte porque evita cualquier interferencia. Un espacio que se descubre tan construido como las propias obras que lo ocupan. Un lugar que participa de una ideología y la transmite, haciéndonos creer que el arte es autónomo, universal y eterno. Un escenario que saca de contexto todo lo que entra en él y también a quien se adentra en él, alejando al arte de la vida. Quizás por eso, muchas de las instalaciones de O'Doherty provocan la tensión en el espectador porque siempre hay algo que no termina de encajar, como no encajan las pinturas de Sandra Gamarra (Lima, Perú, 1972) en las habitaciones de la galería Juana de Aizpuru.



Son cuadros que reproducen las propias paredes de la galería pero que rompen la ficción ilusionista al despegarse de ellas y crear barreras que obligan al que mira a hacerlo "más allá" y buscar lo que está detrás, lo que ocultan. Piezas de galería y también pedazos de galería, como su título en inglés Pieces of gallery señala, que evidencian lo que de puesta en escena tiene la sala de exposiciones. Elementos de atrezo que forman parte de un decorado que no se ajusta a la historia sino que la borra, como sucede con esos periódicos pintados imitando las losas de mármol del suelo y que lo cubren de forma aleatoria, en los que se hace difícil leer los titulares y que, como obstáculos, hay que sortear si se quiere llegar "al fondo" y ver lo que los lienzos tapan.



Detrás de cada una de las barreras hay proyecciones, Trabajos ocultos se llaman, en las que los protagonistas, trasuntos de la propia artista, realizan diferentes acciones que parecen absurdas. En la primera, se pretende colgar de una pared un cuadro blanco pero no hay alcayatas que lo sostengan. Es una esforzada lucha con la pintura. En la segunda, de nuevo se cancela la posibilidad de lectura de un diario que se va cubriendo a brochazos con pigmento blanco. Y en la última, una mujer entra y sale de los huecos que dejan unos finos muros, con mucho de lienzos, colocados como radios de una circunferencia. Gestos sin sentido que añaden una dimensión poética al contenido igual que hacen los fragmentos del relato de Ximena Briceño que recorren la muestra a modo de cartelas, una historia que se sitúa en el desierto de Atacama, mina y cementerio desde el que los astrónomos exploran ese cielo que es un abismo.



Es una exposición en blanco que se abre a múltiples lecturas -el blanco refleja- y que parece avanzar, a la vez que se escapa, en el sistemático estudio que de la institución "arte" y de conceptos como los de autenticidad y originalidad lleva realizando Gamarra en ese proyecto de un "falso museo verdadero" que es LiMAC, el Museo de Arte Contemporáneo de Lima, al que podrían pertenecer los grupos de pinturas que simulan ser las hojas de un catálogo artístico dedicado a obras blancas que se pueden ver en otra de las salas. Blanco como posibilidad, un punto del que partir hacia otro lugar, puede que un modo de hacer borrón y cuenta nueva.