Bajo la lluvia, Portugal, 1939

Sala Canal de Isabel II. Santa Engrecia, 125. Madrid. Hasta el 23 de febrero.

Hace treinta años que se celebró la última gran retrospectiva de Nicolás Muller (Orosháza, Hungría, 1913-Andrín, Asturias, 2000) en el Museo Español de Arte Contemporáneo y se aprovecha ahora el centenario de su nacimiento para volver a recordar al considerado pionero de la renovación de la fotografía documental en España. La selección en poco más de 120 fotografías de cuatro décadas de trabajo, de los años 30 hasta los 70, está bien decantada en un montaje claro y didáctico, bajo la dirección del fotógrafo, ahora comisario, Chema Conesa, a la sazón ayudado por Pilar Rubio y Ana Muller, hija custodia de la obra del fotógrafo húngaro, que se afincó en nuestro país en la década de los 40.



Será a partir de 1947, gracias a la invitación de Fernando Vela, secretario de Ortega y Gasset, cuando Muller entre directamente en contacto con la élite de intelectuales y artistas, lo que le granjeará un lugar privilegiado en la escena cultural durante un periodo en el que se intentará buscar cierta apertura al aislamiento debido a la dictadura franquista. Como podemos ver a la entrada de la exposición, Muller retrata a todos sus protagonistas: además de Ortega, Azorín, Pío Baroja, Pancho Cossío, Aleixandre, Marañón, Menéndez Pidal, Pérez de Ayala, Aranguren y un largo etcétera.



Sin embargo, como se descubre en el itinerario cronológico planteado descendiendo desde la planta superior, el judío errante que hasta entonces había sido Muller moldeó desde sus inicios su mirada a enfocar con honestidad y respeto la vida de los desfavorecidos, las manos de los trabajadores en el campo y en los puertos, los hábitos de las mujeres humildes y las aglomeraciones en las fiestas populares. En ese sentido, es innegable la oportunidad de la exposición ahora, cuando en el torbellino de la crisis económica, los españoles volvemos a preguntarnos quiénes somos, que es tanto como preguntarnos quiénes fuimos. Según el espejo que nos devuelve Muller, no muy distintos entonces de los húngaros ni de los marroquíes, a medio camino entre unos y otros, en una Europa en la que antes de la Segunda Guerra Mundial el proletariado iba casi descalzo y que, entre las clases populares, no comenzó a dar signos de un modesto bienestar hasta casi mediados los 60, es decir, hace sólo medio siglo.



A través de unas pocas fotografías vamos recorriendo su periplo, desde su Hungría natal, cuando el joven Muller, hijo de una familia acomodada y destinado a convertirse en abogado, forma parte ya de Los Descubridores de Aldeas, a su exilio forzado, primero en París, donde gracias al prestigio de sus compatriotas, los también fotógrafos húngaros André Kerstész, Brassaï y Robert Capa, no le costará encontrar trabajo. Luego en Marsella, después en Oporto, hasta desembocar en la entonces cosmopolita Tánger, donde transcurren "los ocho años más felices de su vida", antes de su llegada a nuestro país.



Sin embargo, por impactante y valiosa que resulte siempre la fotografía como testimonio histórico, lo que interesa más de Nicolás Muller y lo que hace de su trabajo el auténtico precedente y modelo para Català-Roca y con él, de toda la fotografía documental en España, es la variedad de composiciones formales que supo combinar con su Leica, desplegando un eficaz lenguaje artístico narrativo, que hace palidecer a los repetitivos fotógrafos artistas de hoy.