Diccionario, 2013.

Galería Fúcares. Dr. Fourquet, 28. Madrid. Hasta el 29 de marzo. Precio: 4.500 euros

En 1809, José I Bonaparte firmaba un decreto por el que establecía que se creara en Madrid un museo de pinturas. Este proyecto nunca se llevó a cabo, aunque muchos lo han visto como el origen del Museo del Prado, que se abriría casi diez años más tarde, en 1819. La intención de este Museo Josefino era hacer accesible las obras de arte que guardaban conventos y monasterios a los conocedores, esos aficionados que habitaron el siglo XVIII y de los que nacieron los críticos y los historiadores del arte en el XIX, con la idea de poner en valor la que se llamaba "Escuela española" y también para que sirvieran de modelo a otros artistas. La pinacoteca se alojaría en el Palacio de Buenavista y se completaría con cuadros pertenecientes a las colecciones reales y a las de algunos nobles. El decreto expresaba los ideales ilustrados que dieron origen al museo moderno, pero ocultaba otra realidad, la de un expolio sistemático. Muchos de esos bienes que habían sido enajenados a las órdenes religiosas, no tenían como destino Madrid, sino París. El objetivo final era que pasaran a formar parte del megalomaníaco y enciclopédico Museo Napoleón que el emperador estaba creando en el antiguo palacio del Louvre.



Cuando los franceses abandonaron la capital en 1813, la mayoría de las obras se quedaron en Madrid, pero otras acompañaron al monarca "intruso" en su retirada hasta que las tropas napoleónicas se encontraron con las británicas, dirigidas por el general Wellington, en los alrededores de Vitoria. Durante la batalla, en la que los ingleses resultaron vencedores, el botín fue abandonado. Era demasiado peso para una huida. Cuando Fernando VII, el "deseado", subió al trono en 1815 premió al general con el regalo de una parte de lo recuperado. Wellington se llevó casi noventa pinturas, entre las que se encontraba El aguador de Sevilla de Velázquez, a Inglaterra y las colgó en su residencia en Londres, Apsley House, donde pueden verse en la actualidad. Pero no sólo los Reni, Ribera, Van Dyck, Rubens, y Velázquez de Wellington llegaron a Gran Bretaña, sino que otras pinturas fundamentales salieron de España en ese momento: como la Venus del Espejo, la queridísima Rokeby Venus de los ingleses, que fue adquirida por suscripción popular a comienzos del siglo XX para formar parte de los fondos de la National Gallery tras pasar por distintas colecciones privadas, o una de las inmaculadas más famosas de Murillo, que se conoce con el apellido del general francés que la robó, de Soult.





Oratorio, 2013



Éste es uno de los muchos relatos que podrían leerse en la exposición Prontuario de la pareja de fotógrafos, María Bleda (Castellón, 1969) y José María Rosa (Albacete, 1970), reconocidos con el Premio Nacional de Fotografía en 2008. Una muestra que, como señala su título, consiste en una serie de anotaciones personales sobre algunos de los acontecimientos más destacados de la Guerra de la Independencia: las batallas de Vitoria y Trafalgar, los asedios de Gerona y Cádiz, y el levantamiento de Madrid. Se enseñan cinco carpetas con nueve fotografías cada una que parten de la invitación que les hizo el Archivo de Gerona para que trabajaran a partir de sus fondos. Son imágenes actuales de los espacios en los que sucedieron estos hechos, retratos de esos lugares de la memoria que están acompañados de textos de aquella época que contrastan o completan lo que se ve; fuentes de distinto carácter, desde informes militares hasta panfletos de tono revolucionario y testimonios en primera persona, que sería posible usar para construir esa Historia con mayúscula que se ha pensado auténtica pero que aquí se descubre una ficción: ya no se puede escribir Historia, sino que sólo se pueden contar historias. Historias como las de los Episodios Nacionales de Galdós, cuyos capítulos han servido de excusa para numerar los grupos de imágenes. Narraciones que se presentan fragmentadas, a trozos, como si fueran notas a pie de página que han perdido el texto al que se refieren o del que son referencia en ese perversa operación del recurso a la cita de la autoridad que articula el discurso disciplinario de la Historia. Relatos que debe reconstruir o, mejor, construir el que las contempla, convertirse él mismo en historiador, en un contador de historias, porque las fotografías nunca pierden su presencia, su carácter de presente, de ser hoy y estar ahora. Podrían incluso interpretarse a través de lo que ocurre en este momento, mirar en ellas lo actual: revoluciones, levantamientos populares, ciudadanía, democracia contra tiranía, son palabras que ahora no tienen que resultar ajenas.



No son ilustraciones, ni tampoco documentos. Se trata de representaciones de escenarios vacíos que el espectador debería llenar, hacer que se poblaran y activaran con los personajes y las acciones que imaginara, porque no sólo remiten al pasado y son en presente, sino que adquieren la potencialidad de un futuro. A pesar de la frialdad, a la que algunos se han referido cuando han escrito sobre trabajos de Bleda y Rosa, como los Campos de batalla o las Arquitecturas, que se asocia a una presunta objetividad del medio fotográfico -muchos todavía creen en ella-, las elecciones formales que han tomado, como el enfrentamiento entre lo monumental y lo natural de Madrid o los guiños a la tradición de las marinas en Trafalgar, subrayan aún más la imposibilidad de un Gran Relato, único y verdadero, y se abren a todos los relatos posibles.