Drawing the Distance, 2013-14

Galería La Caja Negra. Fernando VI, 17. Madrid. Hasta el 23 de abril. De 450 a 22.000 euros.

El dibujo se ha asociado siempre con el conocimiento, tanto en la esfera científica como en la artística. Ha tenido desde los albores del arte una función mágica, de apropiación simbólica de lo representado; aplicado al territorio -en forma de mapa, anotación paisajística o estudio botánico- ha sido instrumento para la proyección de las imágenes mentales del entorno geográfico que hemos elaborado a lo largo de la historia, para la exploración y dominación del mundo o para la memoria afectiva de los lugares.



Jan Hendrix (1949), artista viajero de origen holandés y residente en México, vuelve con esta exposición (la mejor que recuerdo de él) a su origen, al dibujo. Su trayectoria profesional le ha llevado a centrarse, en la última década, en exitosos proyectos de ornamentación arquitectónica y urbanística, siempre con motivos botánicos; si en esas colaboraciones observaba los pormenores vegetales y los agigantaba a la escala arquitectónica, ahora, a la inversa, estudia a mayor distancia el paisaje y lo contrae al pequeño o mediano formato.



El objetivo no es simplemente reproducir unos parajes: se trata de reflejar la experiencia perceptiva y cognitiva de un trayecto, lineal o de circunvalación. Las obras presentan capas de interpretación que sólo puedo enunciar. Son, en primer lugar, variantes de dos subgéneros de paisaje bien establecidos: el boscoso y el marino. Que conllevan dos situaciones diferentes para la mirada: panorámica y bloqueada por la espesura. Uno de los conjuntos de obras muestra secuencialmente el avance por un camino rural en el Périgord (Francia), acusando los cambios de la luz a diversas horas del día; el otro describe, también a través de una secuencia, la línea de costa de la Isla Espíritu Santo, en el Mar de Cortés (México). En ambos conjuntos es patente la relevancia del "punto de vista", cuyo desplazamiento queda incluso documentado sobre el mapa, en el caso de la isla. Y también en los dos se produce una interferencia maquinal en la imagen final, pues no se trata de apuntes au plein air sino de estudio, a partir de las fotografías tomadas en el itinerario.



Pero no es la única mediación en el proceso de configuración: lo que vemos es la estampación -serigrafía, fotograbado, aguatinta- del dibujo realizado. Estos trasvases tienen raíces histórico-artísticas: mencionemos sólo, de un lado, que la cartografía tuvo en el grabado uno de sus soportes más habituales y, de otro, que en los bosques franceses (no estos del sur sino los de Fontainebleau) se produjo la primera gran interacción entre pintura y fotografía, liderada por Eugène Cuvelier y Camille Corot.



La secuencialidad introduce la narración en estas series en las que la "trama" principal viene esbozada por un linaje de pensadores y artistas que han evidenciado que caminar en la naturaleza (también navegar) es una acción de conocimiento y de autoconocimiento. En el bosque existe un argumento secundario, personal, que tiene que ver con el vacío y la ausencia y, en la isla, un trasfondo geopolítico y colonial (la "línea de costa" como documento de ocupación), así como ecológico: esta isla ha sido adquirida de manos privadas por una fundación para entregarla a la nación mexicana y convertirla en santuario natural. En una de sus bahías, por cierto, yacen las Estancias sumergidas de Cristina Iglesias.



Finalmente, adivinamos una trama lumínica con posible lectura metafísica; mientras el sol fulgurante de Baja California golpea rítmicamente los acantilados volcánicos de la Isla de Espíritu Santo, las sombras del sotobosque húmedo son succionadas hacia el agujero negro en el que se hunde el estrecho sendero.