Vista de la exposición con las obras Okume y Lima, ambas de 2014

Galería Pilar Serra. Santa Engracia, 6. Madrid. Hasta el 31 de mayo. De 16.500 a 25.000 euros.

Cuatro años después de su última exposición en Madrid, y por primera vez en la galería Pilar Serra, Rosa Brun (Madrid, 1955) presenta un conjunto de obras fechadas este mismo año y pensadas para cada uno de los rincones de este espacio. De hecho, en el despacho interior pueden contemplarse otras dos, una de ellas un magnífico óleo sobre lienzo, Alganib, de 2008.



En los últimos quince años, su obra incita a la reflexión acerca del espacio, y de las relaciones que se establecen entre éste, la materia y el color. Un juego de dualidades que se enfrentan y la vez mantienen su equilibrio. Tres son las características que siempre han sido una constante en sus obras: la preferencia por la monocromía, la idea de interrelacionar superficies bajo un registro de diferentes colores, que con el tiempo son cada vez más intensos y saturados, y la combinación de distintas texturas en los soportes que elige.



Confieso que, aunque al inicio de su trayectoria la gama cromática elegida por Rosa Brun no llegaba del todo a "llevarme consigo", las realizaciones posteriores, tanto en superficie como en rigurosos volúmenes geométricos, me fueron seduciendo a la par que demostrando un dominio y una seguridad estéticas cada vez más convincentes. Recuerdo, por ejemplo, el impacto de sus paralelepípedos -montados en vertical y con alturas cercanas a los dos metros- pintados en bandas de cuatro colores distintos, fechados, como Alganib, en 2008, y que María de Corral dispuso en la sala del Museo Patio Herreriano de Valladolid junto a varios de los nombres más pujantes de la pintura española e internacional, entre ellos, Ferran García Sevilla y Juan Uslé, cuando se mostró la Colección de Arte Contemporáneo en 2011 y su contrapunto de resistencia y personalidad.



Ahora, la artista ha dividido la única sala de Pilar Serra en dos mitades diagonales. Frente a la entrada del visitante, y a su derecha, una enorme y absolutamente cautivadora madera pintada como con una luminosa laca negra -que engulle el propio reflejo y el de las otras piezas que la acompañan- dividida en el centro por una banda de un rosa profundo, titulada Circinus. Al acercarnos comprobaremos que la banda es, en realidad, un trapezoide que modifica la percepción del negro y añade un color más a su visión, un magenta oscuro casi cardenalicio. A su lado, un cuadro en negro y en un amarillo casi hiriente, Okume, y una escultura, Lima, igualmente en amarillo, pero de distinta graduación ácida.



La parte izquierda, o mejor dicho, en los paños de pared restantes, cuelgan obras de una misma familia y series diferentes, Lacerta, Ursa y Sextrans, que combinan madera y lienzo como soportes de bandas verticales de distintos colores a veces armónicos, a veces percusivos, en los que se repiten tonos de amarillos, y naranja, violeta, rojo y azul. Es una exposición tan agradable como atractiva, nada empalagosa ni débil, en la que se han puesto en marcha dispositivos básicos y fundamentales de la visión y realización artísticas, y en la que el color brilla, construye, modifica y suma a lo que ya creíamos saber sobre él.