Vista de la exposición en NF Galería
En los inicios de su brillantísima trayectoria, caracterizada por la solidez de los principios y la coherencia de su desarrollo, las primeras obras de Jordi Teixidor (Valencia, 1941) que conocieron relevancia en el angosto mundo artístico español de finales de los años 60, fueron realizadas en madera, trabajada manualmente por el propio artista y luego pintada, que combinaban los modos de una escultura geométrica, formalmente próxima al minimalismo, y que incluían el guiño duchampiano de simular objetos domésticos. Eran entonces los años en que la "obra abierta" promovida por Umberto Eco se hizo popular; el momento en el que se invitaba al espectador a manipular libremente los elementos de las obras. Con ironía poco contenida, la primera exposición de Teixidor en la galería Edurne de Madrid, en 1968, se titulaba Puertas. Pocos años después presentaba en otra galería que fue vertebral en la renovación artística de los años 70, Daniel, sus Aperspectivas, construcciones en madera pintada, que simulaban formas que contradecían las leyes de la perspectiva y que siempre he vinculado con las figuras imposibles que hacía en aquellos años José María Yturralde.De entonces a hoy, la obra de Teixidor se ha centrado exclusivamente en la pintura, y en una práctica de la abstracción extremadamente exigente en la simplificación formal, que investiga las infinitas posibilidades de partición de la superficie del lienzo o de la tabla en bandas de anchuras variables y cuya disposición tanto puede ser según la orientación vertical como la horizontal del cuadro, y que sustenta tanto su poder como su seductora magia en la excepcional capacidad cromática, que no colorista, del pintor.
Ahora, en su segunda exposición individual en la recientemente bautizada como NF Galería, sin detrimento alguno de los rasgos de sencillez y "opulencia cromática" exhibida en su muestra de hace cuatro años, el artista ha vuelto la mirada hacia aquella primitiva idea de las cajas y la madera y, bien ha metido el cuadro dentro de alguna, o bien añade a la superficie del cuadro ciertos cortes de madera pintada que cambian o modifican su estructura.
En el primer caso, el más numeroso, la caja en cuestión, su composición, cortes o formulaciones formales, trabajada directamente por el artista sin ayuda de ebanista alguno, no se comporta como un mero contenedor de la pintura, sino que interactúa con ella, a veces trazando líneas donde antes no las había o conformando huecos de formas geométricas combinables con las ya existentes y previamente pintadas. En el segundo caso, del que muestra sólo dos ejemplos en el espacio interior de la sala, la figura compuesta en madera bien añade un espacio de color brillante a una superficie matizada, así el cuadrado de luminoso amarillo que en uno de ellos juega con las bandas negras y el verde espeso y apagado del cuadro, bien establece una contraposición entre la sofocada turbulencia de la parte oscura de la tela y la abigarrada y trémula del rectángulo blanco garabateado.
En uno y otro caso hay una oscilación constante entre pintura plana y volúmenes que las vigoriza. Y, sobre todo, una profunda vida interior, bullente y cambiante en el seno de las aparentemente impávidas superficies pintadas con verdes imposibles, rojos tizianescos, violetas aterciopelados y negros y grises de inacabables matices. Un gozo inagotable en una exposición magníficamente organizada.